Lecturas del Bosque

#12 La Soledad de América Latina - Gabriel García Márquez


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Hola hola, mi nombre es Camilo, y sean bienvenidos a Lecturas del Bosque.

Le estaba escapando a hablar sobre Gabriel García Márquez. Porque la verdad es que me gusta tanto que no se bien qué decir.

Pero por alguna razón, después de hacer el capítulo anterior aquí en el podcast me dió la curiosidad leer su biografía escrita por Gerarld Martin, un trabajaso que le tomó unos 18 años, y nos muestra una una vida que termina siendo igual o más fantástica que cualquiera de sus relatos.

Así que aquí estamos. Vamos a intentar hablar un poquito del maestro de maestros.

La mayoría de las historias de García Márquez están conectadas las unas con las otras, como si casi todas existieran dentro de la misma realidad imaginada. Por ejemplo, las cosas que un personaje dice en un cuento a veces solo se terminan de entender al leer otra novela. O hay personajes que deambulan y se pasean de una historia a otra, como reafirmando que estamos en el mismo mundo, en la tierra de Macondo.

Hay escritores, que escriben toda su obra como si fuese un solo proyecto, como hechizados siempre por la misma idea, tratando de decir lo mismo de todas las formas posibles. En gran medida, ese es el caso de Gabriel García Márquez. Y aunque parezca contrario, o incluso opuesto a lo colorido y a lo lleno de vida que es su mundo imaginario; este es un mundo, aparentemente levantado y fundado, sobre la idea de la soledad.

En una oportunidad Garcia Marquez dijo: «En realidad, uno no escribe sino un libro. Lo difícil es saber cual es el libro que uno está escribiendo. En mi caso, sí es el libro de Macondo, que es lo que más se dice. Pero si lo piensas con cuidado, verás que el libro que yo estoy escribiendo no es el libro de Macondo, sino el libro de la soledad”.

Pero cuál es esta soledad y de dónde viene? En realidad podemos ver el rastro de la soledad por todas partes en su obra, desde la soledad en la que José Arcadio descubría el amor en el oscuro y laberíntico cuarto de Pilar Ternera, hasta la soledad de las batallas perdidas, por ejemplo en la alquímica e infructuosa búsqueda de la fortuna eterna que lleva a su padre, también José Arcadio, a la locura. O en los 32 levantamientos en armas del Coronel Aureliano Buendía, para volver a ser siempre derrotado, o la soledad en la que su tropa de hijos que se tuvieron que criar sin padre, o la soledad en la que la pobre cándida Eréndida tuvo que sobrevivir la bestial soledad de su abuela desalmada. O la soledad a la que se tiene enfrenta Fermina Daza cuando se le muere el viejito de su vida, tratando de bajar a su célebre loro del árbol. O la soledad en la que a Florentino Ariza se le quema el corazon en más de medio siglo de amarla. Pero tal vez, y sobre todo, y en todas partes, la colorida y maravillosa soledad de un mundo en el que nadie puede decidir nada sobre si mismo, porque ya estaba todo escrito desde antes de nacer, un mundo donde nadie vive su vida, sino la sufre, de la mejor manera posible, como a una inevitable consecuencia del destino. Quizás sea esa la más grande soledad.

Hay un episodio en la vida de Gabriel García Márquez que al parecer tuvo una tremenda importancia en su vida, y que parece que lo termina definiendo como escritor. La importancia de ese episodio es tal, que él mismo comienza a contar su autobiografía con ese episodio: La vez que su madre va a buscarlo a Barranquilla, para que la acompañe a Aracataca, el pueblo en el que vivió su niñez, para vender la casa de sus abuelos.

Para entender mejor ese episodio, hay que tomar en cuenta que García Márquez, era de la costa colombiana, y que poco después de su mismo nacimiento, tuvo que vivir sus primeros años de vida con el abandono de su madre, que lo dejó en Aracataca para ser criado por sus abuelos, en un pueblo que estaba viviendo la etapa final de una gran bonanza, la bonanza del banano, que había llenado de dinero y de vida toda la zona de la costa.

Vivió en una casa llena de mujeres, de cuentos y de supersticiones, en la que la fantasía era simplemente otro aspecto de la realidad, y donde el abuelo, un ex combatiente de la guerra de los mil días, diccionario en mano, se convierte para el niño en una figura paterna heroica, y en la voz de la razón. Más adelante García Marquez dirá que desde la muerte del abuelo no le ha pasado nada interesante en la vida.

En fin, unos años más tarde, es García Marquéz quien tiene que dejar el pueblo para irse con su padre a Barranquilla a ayudarlo a buscar nuevas perspectivas, dejando atrás el mágico mundo de los abuelos. Y más tarde, debe irse sólo, a Bogotá, a buscarse una beca para poder seguir estudiando. Bogotá fue un cambio duro para él. Veía en esta ciudad grande y fría una tristeza completamente opuesta a su pueblito costeño lleno de vida, de folclore y de color. Nunca se acostumbró, y vivía en la nostalgia del paraíso perdido.

Entonces, un día llega su madre y lo invita a volver para vender la casa de sus abuelos. Pero al volver nada era como antes. La bonanza del banano había terminado ya hace años, y el que una vez fue un pueblo lleno de magia y de alegría, era ahora un pueblo fantasma, desierto, envejecido, empobrecido, y abandonado.

García Marquez narra que cuando llegaron, su madre al saludar a una vieja vecina en una tienda, sin decir ni una sola palabra, al encontrase, se abrazaron y lloraron durante media hora. Y que fue en ese momento que a él le viene la idea de contar por escrito el pasado de todo eso.

Este enfrentamiento entre el paraíso de sus recuerdos y la realidad que se le presenta, es quizás la imagen de soledad más profunda, y la idea que fecunda toda la obra de García Márquez.

Mario Vargas Llosa, al comentar este episodio nos recuerda un pasaje de Cien años de Soledad, en el que el Coronel Aureliano Buendía vuelve a Macondo, en medio de una de sus guerras, y en su ausencia el tiempo ha deteriorado a su pueblo y a su casa, como había deteriorado a Aracataca cuando García Márquez volvió con su madre. Dice la novela, refiriéndose al Coronel: «No percibió los minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo había hecho en la casa, y que después de una ausencia tan prolongada habrían parecido un desastre a cualquier hombre que conservara vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de telaraña en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia» . Lo que no le ocurre al Coronel le ocurrió a García Márquez: él sí percibió los destrozos, a él sí le pareció aquello un desastre, él sí cayó en la trampa de la memoria.

Vargas Llosa continúa explicando el episodio así:

Sufre, pero, en verdad, no tanto por su pueblo como por él mismo. Su dolor es sincero aunque egoísta: se siente engañado, traicionado, contradicho por la realidad. Una infidelidad es el premio que merece su más honda devoción: la Aracataca a la cual se había mantenido aferrado con toda la furia de sus recuerdos, aquélla que lo había hecho sentirse un forastero en el internado, ya no es más. ¿El tiempo destrozó realmente el pueblo o fue su propia memoria lo que el tiempo alteró? No importa: el adolescente, confrontado con ese desmentido brutal que le inflinge la realidad, se siente súbitamente privado de lo que más ansiosamente añoraba, de lo mejor que tenía: su infancia. Un ‘demonio’ que no lo abandonará más acaba de afirmarse en él, y allí permanecerá, azuzándolo, hasta que él sienta que lo ha exorcizado del todo y lo instale a su vez en el título de un libro: la soledad.

Por otro lado, Gerald Martin en su biografía, analiza que uno de los pasos importantes que tienen que suceder antes de que García Márquez pueda o llegue escribir su obra maestra, es la toma de conciencia de una identidad y una realidad latinoamericana amplias. Es solo después de viajar por medio mundo, de vivir muchas cosas y conocer mucha gente, solo después de reconocer la realidad latinoamericana y contrastarla con otras, que García Márquez la trata de explicar usando sus propias experiencias personales.

Esa toma de conciencia lo hace seguir escribiendo sobre si mismo y su pueblo, pero desde una perspectiva continental.

De hecho, Gerald Martin comienza la primera parte de la biografía así:

Quinientos años después de que los europeos se toparan con el Nuevo Mundo, a menudo América Latina parece una decepción para sus habitantes. Es como si su destino hubiera sido determinado por Colón, “el gran capitán”, que descubrió el nuevo continente por error, que equivocadamente lo llamó “las indias” y murió lleno de amargura y desilusión a comienzos del siglo XVI; o por Simón Bolivar, que puso fin al gobierno colonial español a principios del siglo XIX, pero murió consternado ante la desunión que reinaba en la región recién emancipada y atenazado por la sombría impresión de que “el que sirve a una revolución, ara el mar”. Más recientemente, el destino de Ernesto “Che” Guevara, el ícono revolucionario romántico por excelencia del siglo XX, que murió como un mártir en Bolivia en 1967. Soló confirmó la idea de que América Latina, el continente desconocido, la tierra del futuro, alberga grandiosos sueños y fracasos calamitosos.

Mucho antes de que el nombre de Guevara recorriera el obre, en un pequeño pueblo de Colombia que la historia solo iluminó fugazmente durante los años en que la United Fruit Company, con sede en Boston, decidiera plantar allí bananeras a comienzos del siglo XX, un niño escuchaba absorto mientras su abuelo contaba relatos de una guerra que duró mil días y que al acabar le había hecho sentir también la amarga soledad de los vencidos, relatos de hazañas gloriosas de antaño, de héroes y villanos espectrales; historias que le enseñaron al niño que la justicia no se entrama de manera natural en el urdimbre de la vida, que el bien no siempre vence en el reino de este mundo, y que los ideales que llenan los corazones y el espíritu de muchos hombres y mujeres pueden ser derrotados e incluso desaparecer de la faz de la tierra. A menos que perduren en la memoria de quienes viven para contarla.

(entre paréntesis vuelvo a decir que esta biografía es un librononón que no hay que dejar de leer)

En fin, en esa introducción eso que dice sobre América Latina, sobre ser la tierra del futuro, nueva y sin embargo olvidada, lugar de sueños colosales y de fracasos estrepitosos, marcada siempre por la inevitabilidad del destino, tierra de nadie, de riqueza infinita y de pobreza interminable, saqueada y ultrajada; y sin embargo, hogar predilecto de la esperanza, de la alegría, del baile, del amor, de la vida en su más total expresión; aunque también de la tragedia, de la desdicha y el dolor. Un lugar, donde todo es posible y nada es seguro, donde la mayoría de sus héroes patrios son también vilipendiados de cobardes o de villanos, y que por añadidura luego van a morirse traicionados, en medio del abandono y la desgracia. Sin un mito de origen satisfactorio, una tierra repleta de hijos sin padre, de embusteros y de piratas. Donde la sombra de la ilegitimidad se extiende por los siglos de los siglos, un continente de la contradicción, del caos y de la fantasía, colmado de individuos, familias y sociedades tan fragmentadas y delirantes como nuestras identidades y conciencias de nosotros mismos.

Todo esto, son cosas profundamente ancladas en el imaginario colectivo latinoamericano. Es nuestra peculiar soledad, sobre la que podemos leer hasta enfermarnos, de rabia y frustración, en cualquier buen libro de historia, o escuchar, con incredulidad y asombro, en las historias familiares de prácticamente cualquier familia latinoamericana, o incluso que podemos también verla a nuestro alrededor, en nuestro día a día, o en el noticiero cotidiano. Todos los días hay cosas que no se pueden creer, pero que inexplicablemente suceden. Hay lugares como el nuestro, donde la locura es lo normal.

Y La obra de Gabriel Garcia Marquéz nos hace sentir todas estas cosas, en mi experiencia, como ninguna otra. Su obra, es como una síntesis de su vida propia, pero también de la vida latinoamericana. Uno lo lee como asintiendo, como reconociéndose a uno mismo y a su entorno en cada página, aunque el tipo escriba sobre la costa Colombiana y uno sea boliviano. Porque la verdad es que tantos y tantos pueblos por toda América se parecen a Macondo.

No se si pasará lo mismo con sus lectores en otros continentes. Pero puede que de alguna manera también sí, porque no deja de ser una obra global, especialmente sobre un mundo en transición, rápida y brutal, de sociedades tradicionales a la era industrial.

Ademas, la forma en la que escribe es simplemente bellísima, llena de poesía, de ironía y de humor. Incomparable. En todas las casas que yo viví, siempre hubo varios libros de Garcia Marquéz, con ellos comencé a leer mis primeras novelas. Me encantó, siempre me encantó. Incluso puede ser que haber leído a Garcia Marquéz primero, me haya fregado la experiencia de leer otros libros después, porque en ningún otro encontraba la misma belleza, ningún otro me hacia cerrar el libro para repetir unas cuantas veces la frase que acababa de leer. Y la verdad es que hasta ahora, leer nunca ha sido tan placentero como leyendo a Garcia Marquéz. Mas adelante aprendí a apreciar otro tipo de historias, con otro tipo de belleza, pero la preferencia por el estilo inconfundible e inimitable de Garcia Marquéz se me quedó.

Una de las cosas que más me encanta de sus libros por ejemplo, es que tienen las mejores primeras frases. Vienen con una especia de poder místico y antiguo..

La primera frase de Los Funerales de la Mamá Grande, por ejemplo, un cuento en el no pasa mucho más que la muerte de una gorda que era la dueña de absolutamente todo, pero es una muerte tan espectacular que nos termina revelando cómo es la sociedad y la vida por estos rumbos. Su primera frase es así:

Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífece.”

O la primera frase de El amor en los tiempos del cólera, la más linda historia de amor que uno pueda leer.

Que es la historia inspirada en lo que pasó con sus padres, comienza así:

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”

O la que quizás sea su frase más celebre, con la que comienza su obra maestra, Cien años de Soledad:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

Mierda, no? Hahaha. Nunca pasa de moda.

Cien años de soledad es una novela única, de una fuerza y vitalidad apocalípticas. El retrato literario en el que millones de personas de una generación vieron reflejada su sociedad.

Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano, hablaba de ella así: «Acabo de leer las primeras setenta y cinco cuartillas de «Cien años de soledad». Son absolutamente magistrales... Toda la historia «ficticia» coexiste con la historia «real», lo soñado con lo documentado, y gracias a las leyendas, las mentiras, las exageraciones, los mitos... Macondo se convierte en un territorio universal, en una historia casi bíblica de las fundaciones y las generaciones y las degeneraciones, en una historia del origen y destino del tiempo humano y de los sueños y deseos con lo que los hombres se conservan o destruyen.

La verdad es que para mi, analizar o decir muchas cosas sobre todas estas historias es difícil, creo que porque sigo como en el primer encanto. No puedo encontrarle un sentido a todo esto más que apenas disfrutarlas y leerlas y reelerlas otra vez.

Entre todas las cosas que escribió, hoy me decidí por compartir su discurso de aceptación del premio Nobel de literatura que ganó en 1982.

Me decidí por compartir ese discurso por ser una síntesis o breve explicación de la intención de su trabajo, una obra dedicada a la soledad, ya sea individual o colectiva, a los espíritus de la poesía y al amor.


Que lo aprovechen:


Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

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Lecturas del BosqueBy Camilo Vadillo