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Breve reseña y lectura de un fragmento de la novela que lanzó al éxtito al escritor chileno Luís Sepúlveda, una novelita sobre la vida y la muerte en el mundo amazónico.
Aquí se pueden comprar el libro:
https://www.amazon.com/viejo-leia-novelas-amor-Spanish/dp/8483835304
Transcripción:
Hola Hola, bienvenidos a otro episodio de Lecturas del Bosque, un podcast para quienes buscan buenas historias.
Hoy quiero leerles un fragmento de un librito bien corto, pero muy bonito. Se llama Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Luis Sepúlveda fue un escritor, periodista y cineasta chileno. Desde joven fue militante político, y luego activista ecologista, y si bien no deseo entrar en detalles sobre su vida política, sí hace falta mencionar que estuvo preso durante la dictadura de Pinochet y que luego fue exiliado. Este tipo de cosas te cambian la vida. En su exilio tuvo la oportunidad de viajar por muchos lugares y conocer el mundo. Vivió por ejemplo un tiempo en Alemania, y basó en Hamburgo uno de los primeros libros que tengo memoria de haber leído solito, sin ayuda de mis padres: Historia de una gaviota y el gato que le enseñó a volar. Un lindísimo libro para niños con un mensaje ecológista.
Quizás en otro momento comente ese otro libro por aquí, pero hoy quisiera hablar de otra historia, la que lo lanzó a la fama: Un viejo que leía novelas de amor. Una novelita muy corta, traducida a más de 60 idiomas y con más de 18 millones de copias vendidas.
Un viejo que leía novelas de amor está basada en Ecuador, país en el que Luis Sepúlveda también vivió, pero fue escrita cuando ya estaba muy lejos de ahí.
Esta novelita cuenta la historia de Antonio José Bolivar Proaño, un hombre originario de la Sierra ecuatoriana, que escapando de las malas lenguas de la vecindad de su pueblo, se adhiere, junto a su esposa, a un grupo de colonos que trata de poblar la selva amazónica impulsados por promesas de ayuda del Estado. Pero esa selva es otro mundo, en el que no existe nada de lo previamente conocido, donde la agricultura y muchos otros trabajos no son posibles, es un mundo bajo la inexpugnable sombra de los árboles, un reino denso, húmedo, colmado de vida, que se rige en su propio tiempo y por sus propias reglas.
Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otávalo, la esposa de nuestro protagonista, muere, en su segundo año de estadía, al igual que la mayoría de los primeros colonos, victima de los mosquitos y la malaria. Se hubiesen muerto todos, de enfermedad o de hambre, de no haber sido por la compasión de los Shuar, un grupo nativo y seminómada de la región.
Lo Shuar vivían en comunión con esa selva, quizás desde mucho antes de que exista siquiera la palabra República, o la idea de inventar un país en el centro del mundo y llamarlo Ecuador.
Es así que Antonio José Bolivar Proaño, uno de los pocos sobrevivientes de ese primer grupo de colonos comienza un viaje sin retorno, en el que se convierte en un hombre que nunca soñó ser, habitante de un mundo bello y perdido, conocedor de los secretos de la selva, amigo de los shuar, íntimo de sus historias y costumbres, de sus formas de vivir, de amar y de morir.
Hace miles de años que filósofos de toda ralea y color mantienen enardecidos y hasta sangrientos debates sobre si el hombre es bueno o malo por naturaleza, sobre la legitimidad de las conquistas, los entrincados caminos del poder dentro del alma humana y sus inevitables consecuencias terrenales.
Yo no se exactamente cuáles serán las razones divinas, cromosómicas,socio políticas, o económicas, pero lo cierto es que los equilibrados y pacíficos mundos como en el que viven los Shuar tienden a ser destruidos, borrados, o esclavizados, de una forma u otra, prohibidos y olvidados.
Si bien el libro no profundiza en estos antiquísimos debates, al leer la historia podemos sentir en todo momento la presión, el peligro que se cierne sobre la Amazonía y los tesoros que guarda.
No piensen que esta es una novela victimista que nos hace odiar al hombre blanco, no, al contrario, es una novela que con orgullo y asombro, nos presenta y nos muestra un mundo mágico y hermoso, al que para el final de la historia hemos de llegar a extrañar y a querer.
Leyendo este librito es imposible no preguntarse, Qué podemos hacer ante el imparable avance del mundo moderno, que como la Nada en la Historia sin fin, de Michael Ende, todo lo traga, todo lo consume, Qué podemos hacer contra nosotros mismos y nuestro afán de siempre querer más? Hay todo tipo de respuestas a tan incómoda pregunta y yo no estoy en la posición de ensayar alguna, pero por ejemplo nuestro amigo, Antonio José Bolivar Proaño, un día decidió decidarse a leer novelas de amor.
Antes de comenzar a leerle el fragmento de hoy, le mando un abrazo a mi padre que siempre trabajó de cerca con pueblos indígenas, tratando a su manera de buscar un mundo mejor, o por lo menos menos peor.
Sin más palabras de por medio les leo ahora una partecita de la novela:
Capítulo tercero
Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.
A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún
papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.
Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas. Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.
Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadura postiza. Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible. Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.
La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa. Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo. En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.
El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.
La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad. Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.
La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.
Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.
El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos. Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.
Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.
La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.
—Nació yerma —decían algunas viejas.
—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —
aseguraba otra.
—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.
Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero
en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad.
Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.
Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una
solución indignante.
—Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de
San Luis.
Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.
Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anormalidad padecida por uno de los dos.
Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje. Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.
Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembrosagarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.
Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de selva, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la promesa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.
La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo. Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlarse saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.
Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desesperación de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.
Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, atacados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa quebrantahuesos que primero los envolvía, los trituraba, y luego engullía en un prolongado y horrendo proceso de ingestión.
Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con llevarles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad imparable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales hambrientos que merodeaban en el monte poblándolo de sonidos estremecedores que no dejaban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.
Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano. De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva. Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano.
Pese a las palabras de los indígenas, sembraron las primeras semillas, y no les llevó demasiado tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y morían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos. Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer aguacero.
Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.
Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.
By Camilo VadilloBreve reseña y lectura de un fragmento de la novela que lanzó al éxtito al escritor chileno Luís Sepúlveda, una novelita sobre la vida y la muerte en el mundo amazónico.
Aquí se pueden comprar el libro:
https://www.amazon.com/viejo-leia-novelas-amor-Spanish/dp/8483835304
Transcripción:
Hola Hola, bienvenidos a otro episodio de Lecturas del Bosque, un podcast para quienes buscan buenas historias.
Hoy quiero leerles un fragmento de un librito bien corto, pero muy bonito. Se llama Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Luis Sepúlveda fue un escritor, periodista y cineasta chileno. Desde joven fue militante político, y luego activista ecologista, y si bien no deseo entrar en detalles sobre su vida política, sí hace falta mencionar que estuvo preso durante la dictadura de Pinochet y que luego fue exiliado. Este tipo de cosas te cambian la vida. En su exilio tuvo la oportunidad de viajar por muchos lugares y conocer el mundo. Vivió por ejemplo un tiempo en Alemania, y basó en Hamburgo uno de los primeros libros que tengo memoria de haber leído solito, sin ayuda de mis padres: Historia de una gaviota y el gato que le enseñó a volar. Un lindísimo libro para niños con un mensaje ecológista.
Quizás en otro momento comente ese otro libro por aquí, pero hoy quisiera hablar de otra historia, la que lo lanzó a la fama: Un viejo que leía novelas de amor. Una novelita muy corta, traducida a más de 60 idiomas y con más de 18 millones de copias vendidas.
Un viejo que leía novelas de amor está basada en Ecuador, país en el que Luis Sepúlveda también vivió, pero fue escrita cuando ya estaba muy lejos de ahí.
Esta novelita cuenta la historia de Antonio José Bolivar Proaño, un hombre originario de la Sierra ecuatoriana, que escapando de las malas lenguas de la vecindad de su pueblo, se adhiere, junto a su esposa, a un grupo de colonos que trata de poblar la selva amazónica impulsados por promesas de ayuda del Estado. Pero esa selva es otro mundo, en el que no existe nada de lo previamente conocido, donde la agricultura y muchos otros trabajos no son posibles, es un mundo bajo la inexpugnable sombra de los árboles, un reino denso, húmedo, colmado de vida, que se rige en su propio tiempo y por sus propias reglas.
Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otávalo, la esposa de nuestro protagonista, muere, en su segundo año de estadía, al igual que la mayoría de los primeros colonos, victima de los mosquitos y la malaria. Se hubiesen muerto todos, de enfermedad o de hambre, de no haber sido por la compasión de los Shuar, un grupo nativo y seminómada de la región.
Lo Shuar vivían en comunión con esa selva, quizás desde mucho antes de que exista siquiera la palabra República, o la idea de inventar un país en el centro del mundo y llamarlo Ecuador.
Es así que Antonio José Bolivar Proaño, uno de los pocos sobrevivientes de ese primer grupo de colonos comienza un viaje sin retorno, en el que se convierte en un hombre que nunca soñó ser, habitante de un mundo bello y perdido, conocedor de los secretos de la selva, amigo de los shuar, íntimo de sus historias y costumbres, de sus formas de vivir, de amar y de morir.
Hace miles de años que filósofos de toda ralea y color mantienen enardecidos y hasta sangrientos debates sobre si el hombre es bueno o malo por naturaleza, sobre la legitimidad de las conquistas, los entrincados caminos del poder dentro del alma humana y sus inevitables consecuencias terrenales.
Yo no se exactamente cuáles serán las razones divinas, cromosómicas,socio políticas, o económicas, pero lo cierto es que los equilibrados y pacíficos mundos como en el que viven los Shuar tienden a ser destruidos, borrados, o esclavizados, de una forma u otra, prohibidos y olvidados.
Si bien el libro no profundiza en estos antiquísimos debates, al leer la historia podemos sentir en todo momento la presión, el peligro que se cierne sobre la Amazonía y los tesoros que guarda.
No piensen que esta es una novela victimista que nos hace odiar al hombre blanco, no, al contrario, es una novela que con orgullo y asombro, nos presenta y nos muestra un mundo mágico y hermoso, al que para el final de la historia hemos de llegar a extrañar y a querer.
Leyendo este librito es imposible no preguntarse, Qué podemos hacer ante el imparable avance del mundo moderno, que como la Nada en la Historia sin fin, de Michael Ende, todo lo traga, todo lo consume, Qué podemos hacer contra nosotros mismos y nuestro afán de siempre querer más? Hay todo tipo de respuestas a tan incómoda pregunta y yo no estoy en la posición de ensayar alguna, pero por ejemplo nuestro amigo, Antonio José Bolivar Proaño, un día decidió decidarse a leer novelas de amor.
Antes de comenzar a leerle el fragmento de hoy, le mando un abrazo a mi padre que siempre trabajó de cerca con pueblos indígenas, tratando a su manera de buscar un mundo mejor, o por lo menos menos peor.
Sin más palabras de por medio les leo ahora una partecita de la novela:
Capítulo tercero
Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.
A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún
papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.
Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas. Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.
Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadura postiza. Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible. Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.
La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa. Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo. En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.
El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.
La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad. Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.
La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.
Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.
El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos. Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.
Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.
La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.
—Nació yerma —decían algunas viejas.
—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —
aseguraba otra.
—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.
Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero
en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad.
Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.
Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una
solución indignante.
—Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de
San Luis.
Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.
Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anormalidad padecida por uno de los dos.
Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje. Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.
Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembrosagarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.
Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de selva, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la promesa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.
La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo. Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlarse saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.
Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desesperación de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.
Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, atacados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa quebrantahuesos que primero los envolvía, los trituraba, y luego engullía en un prolongado y horrendo proceso de ingestión.
Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con llevarles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad imparable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales hambrientos que merodeaban en el monte poblándolo de sonidos estremecedores que no dejaban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.
Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano. De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva. Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano.
Pese a las palabras de los indígenas, sembraron las primeras semillas, y no les llevó demasiado tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y morían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos. Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer aguacero.
Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.
Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.