Cuando el tiempo se volvió líquido. X Pilar Folgado
Un poema inspirado en el universo personal de Salvador Dalí.
Cuando el tiempo se volvió líquido
los relojes perdieron su esqueleto,
y colgaron su cansancio
de las ramas ardientes del paisaje.
Ya no hubo horas.
Solo una respiración blanda
goteando sobre la arena inmóvil.
El sol de Portlligat ardía
como un huevo cósmico abierto en dos mitades.
De su yema nacían sombras largas,
elefantes imposibles sobre zancos infinitos,
avanzando con la fragilidad solemne
de un sueño que no sabe que lo es.
Las hormigas escribían epitafios
sobre el brillo del deseo,
y en los cajones abiertos del pecho
dormían los recuerdos que nunca sucedieron.
Todo ardía sin consumirse.
Incluso el miedo aprendía a volar.
Gala cruzaba el cuadro sin tocar el suelo,
hecha de luz oblicua y silencio dorado.
En su mirada cabía el delirio entero,
y también la calma exacta que ordena el caos.
El amor, en su presencia,
dejaba de ser humano
para volverse geometría sagrada.
Figueres giraba sobre sí misma
como un caracol de piedra y teatro.
Las paredes sudaban símbolos,
los espejos mentían con absoluta sinceridad,
y una jirafa en llamas
alzaba su cuello de incendio contra el cielo,
pidiendo sentido a una eternidad que no responde.
Los relojes, derretidos,
ya no medían el paso de la vida,
sino su peso.
El segundo dejó de avanzar
y aprendió a caer.
Cada instante era un abismo dócil
donde el futuro se disolvía lentamente.
Había muletas sosteniendo el aire,
pan suspendido como idea primitiva,
rinocerontes hechos de matemáticas puras
embistiendo el centro del misterio.
Y Dios, si andaba cerca,
observaba en silencio,
sin atreverse a corregir la obra.
Porque cuando el tiempo se volvió líquido
también se disolvieron las fronteras:
la vigilia y el sueño,
la carne y el símbolo,
la locura y la lucidez
bebieron del mismo vaso transparente.
Nada volvió a ser firme.
Ni siquiera la realidad.
Todo empezó a pensarse a sí mismo
como un cuadro aún sin terminar.
Y entonces comprendimos
que vivir no era avanzar,
sino derretirse con elegancia
sobre el lienzo ardiente de la conciencia.
Que existir era aceptar el vértigo
de un universo blando,
donde cada segundo es un reflejo
que se niega a quedarse quieto.
Desde entonces,
cada vez que un reloj se detiene,
cada vez que el mundo parece doblarse,
sabemos la verdad secreta:
no es el tiempo el que pasa por nosotros…
somos nosotros
los que atravesamos su líquido.