Desde el principio de la Iglesia, el cristianismo giró en torno a Cristo, haciendo suya la frase “In omnibus glorificetur Deus” (Para que en todo Dios sea glorificado). En medio de la persecución de Domiciano en el siglo III, la Iglesia comenzó a expandirse y, junto con esa expansión, también inició el desarrollo teológico.
Con el paso de los siglos, surgió la teología liberal (finales del siglo XVIII y comienzos del XIX). Como respuesta, apareció el movimiento fundamentalista (finales del siglo XIX y comienzos del XX), del cual se desprendió la rama legalista. Este legalismo permeó gran parte de la Iglesia y desplazó a Jesucristo del centro del cristianismo, reemplazándolo por una serie de normas y dogmas humanos. Así se olvidó lo más importante: el corazón del ser humano, donde realmente ocurre la transformación interior que luego se refleja en el exterior.
Esta predicación está enfocada en recordar lo que ya enseñaban los apóstoles Pedro y Pablo en su tiempo: hacer todo para la gloria de Dios, manteniendo siempre a Cristo como el centro de nuestra vida y honrándolo en cada aspecto de nuestra existencia, no solo en el ámbito eclesial.