Las luces y focos de los escenarios, los aplausos y ovaciones, hacen que casi cualquier ser humano, de una forma u otra, alcance un nivel sensorial distinto. Como cualquier adicción, resulta complicado desprenderse de esa sensación, sobre todo si la disfruta al sentirla. Cuando cae el telón, se vacía la sala y se enciende la luz de trabajo entre bambalinas, llega el momento de la humanización del artista, donde las máscaras caídas dan lugar al bajón de adrenalina y a la vuelta a la realidad, despojando del personaje a la persona, y de adrenalina al artista.