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Una tarde del pasado otoño la pasé con un europeo conocido mío, permanecí sentado durante muchas horas mientras me expuso una doctrina de Economía Política que me pareció sólida como una nuez y en la que no pude encontrar ningún defecto. Para terminar, con mucha seriedad, dijo: «Tengo una misión para con las masas. Me siento llamado a lograr que la gente me escuche. Dedicaré el resto de mi vida a divulgar mi doctrina lo más y mejor que pueda ¿Qué piensas de ello?».
Era ésa una pregunta que para mí resultaba embarazosa, más aún en mis circunstancias, porque es un hombre muy docto, realmente una de las tres o cuatro mejores cabezas que Europa ha producido en su generación; y naturalmente yo, como lego que soy en la materia, me sentía inclinado a reverenciar, si no a mostrar asombro, ante la menor de sus palabras.
Con todo, me hice la reflexión de que ni siquiera las mentes más preclaras pueden saberlo todo y estaba bastante seguro de que él no habría tenido las mismas oportunidades que yo para observar las reacciones de las masas y que, por consiguiente, probablemente yo las pudiera comprender mejor que él. Así que hice acopio del coraje necesario para decirle que él no debía imponerse esa misión y que haría bien en quitarse la idea de la cabeza de inmediato; vería cómo a las masas no les importaría una higa su doctrina, y aún menos su persona, ya que en esas circunstancias el favorito del pueblo es generalmente algún Barrabás. Hasta llegué a decirle (él es judío) que su propósito daba a entender que ni siquiera debía ser buen conocedor de su propia cultura. Sonrió con mi broma, y me preguntó que quería decir con eso; y le dije que leyera la historia del profeta Isaías.
Pensé entonces que era muy oportuno recordar esa historia justamente en ese momento, cuando tantos sabios y adivinos parecían abrumados por la necesidad de dirigir un mensaje a las masas. El Dr. Townsend tenía un mensaje, el Padre Coughlin otro, el Sr. Upton Sinclair, el Sr. Lippmann, el Sr. Chase y los hermanos de la economía planificada, el Sr. Tugwell y los defensores del New Deal, el Sr. Smith y los de la Liga para la Libertad (Liberty League)– la lista era interminable. No puedo recordar un tiempo en el que tantos energúmenos estuvieran proclamando sus verdades a las multitudes y diciéndoles lo que tenían que hacer para salvarse. Siendo esto así, se me ocurrió, como digo, que la historia de Isaías podría aportar algo para asentar y recomponer el ánimo de la humanidad hasta que este huracán de tiranía quedara atrás. Parafrasearé la historia en nuestro común discurso ya que se ha de formar a partir de piezas de variadas fuentes; y de igual modo que respetables estudiosos pensaron que una completa nueva versión de la Biblia podría tener encaje en la lengua vernácula americana, me escudaré trás ellos, si es preciso, para defenderme del cargo de ser irreverente respecto de las Sagradas Escrituras.
La carrera del profeta comenzó al final del reinado del rey Uzziah, digamos que alrededor del año 740 A.C. Ese reinado fue inusualmente largo, casi medio siglo, y aparentemente próspero. Fue sin embargo al terminar uno de esos prósperos reinados, -como el de Marco Aurelio en Roma, o la administración de Ébolo en Atenas, o la del Sr. Coolidge en Washington – cuando la prosperidad de repente se acaba y las cosas caen con sonoro estrépito.
El año de la muerte de Uzziah, el Señor encomendó al profeta que fuera y avisara a la gente de la maldición que iba a llegar. «Diles lo inútiles que son». Le dijo «Diles lo que está mal y qué es lo que les va a pasar y porqué si no cambian de opinión y se enderezan. No suavices las cosas. Deja claro que de verdad es su última oportunidad. Díselo bien claro y fuerte y no dejes de advertírselo. Supongo que quizás debería decirte», añadió, «que no servirá para nada. La clase dirigente y sus consejeros te despreciarán
Una tarde del pasado otoño la pasé con un europeo conocido mío, permanecí sentado durante muchas horas mientras me expuso una doctrina de Economía Política que me pareció sólida como una nuez y en la que no pude encontrar ningún defecto. Para terminar, con mucha seriedad, dijo: «Tengo una misión para con las masas. Me siento llamado a lograr que la gente me escuche. Dedicaré el resto de mi vida a divulgar mi doctrina lo más y mejor que pueda ¿Qué piensas de ello?».
Era ésa una pregunta que para mí resultaba embarazosa, más aún en mis circunstancias, porque es un hombre muy docto, realmente una de las tres o cuatro mejores cabezas que Europa ha producido en su generación; y naturalmente yo, como lego que soy en la materia, me sentía inclinado a reverenciar, si no a mostrar asombro, ante la menor de sus palabras.
Con todo, me hice la reflexión de que ni siquiera las mentes más preclaras pueden saberlo todo y estaba bastante seguro de que él no habría tenido las mismas oportunidades que yo para observar las reacciones de las masas y que, por consiguiente, probablemente yo las pudiera comprender mejor que él. Así que hice acopio del coraje necesario para decirle que él no debía imponerse esa misión y que haría bien en quitarse la idea de la cabeza de inmediato; vería cómo a las masas no les importaría una higa su doctrina, y aún menos su persona, ya que en esas circunstancias el favorito del pueblo es generalmente algún Barrabás. Hasta llegué a decirle (él es judío) que su propósito daba a entender que ni siquiera debía ser buen conocedor de su propia cultura. Sonrió con mi broma, y me preguntó que quería decir con eso; y le dije que leyera la historia del profeta Isaías.
Pensé entonces que era muy oportuno recordar esa historia justamente en ese momento, cuando tantos sabios y adivinos parecían abrumados por la necesidad de dirigir un mensaje a las masas. El Dr. Townsend tenía un mensaje, el Padre Coughlin otro, el Sr. Upton Sinclair, el Sr. Lippmann, el Sr. Chase y los hermanos de la economía planificada, el Sr. Tugwell y los defensores del New Deal, el Sr. Smith y los de la Liga para la Libertad (Liberty League)– la lista era interminable. No puedo recordar un tiempo en el que tantos energúmenos estuvieran proclamando sus verdades a las multitudes y diciéndoles lo que tenían que hacer para salvarse. Siendo esto así, se me ocurrió, como digo, que la historia de Isaías podría aportar algo para asentar y recomponer el ánimo de la humanidad hasta que este huracán de tiranía quedara atrás. Parafrasearé la historia en nuestro común discurso ya que se ha de formar a partir de piezas de variadas fuentes; y de igual modo que respetables estudiosos pensaron que una completa nueva versión de la Biblia podría tener encaje en la lengua vernácula americana, me escudaré trás ellos, si es preciso, para defenderme del cargo de ser irreverente respecto de las Sagradas Escrituras.
La carrera del profeta comenzó al final del reinado del rey Uzziah, digamos que alrededor del año 740 A.C. Ese reinado fue inusualmente largo, casi medio siglo, y aparentemente próspero. Fue sin embargo al terminar uno de esos prósperos reinados, -como el de Marco Aurelio en Roma, o la administración de Ébolo en Atenas, o la del Sr. Coolidge en Washington – cuando la prosperidad de repente se acaba y las cosas caen con sonoro estrépito.
El año de la muerte de Uzziah, el Señor encomendó al profeta que fuera y avisara a la gente de la maldición que iba a llegar. «Diles lo inútiles que son». Le dijo «Diles lo que está mal y qué es lo que les va a pasar y porqué si no cambian de opinión y se enderezan. No suavices las cosas. Deja claro que de verdad es su última oportunidad. Díselo bien claro y fuerte y no dejes de advertírselo. Supongo que quizás debería decirte», añadió, «que no servirá para nada. La clase dirigente y sus consejeros te despreciarán