Hay hombres que nacen para gobernar… y hay otros que nacen para trascender. Alejandro no fue solo un rey ni solo un conquistador. Fue un mito en vida. Un joven que se proclamó hijo de Zeus, que cruzó desiertos, derribó imperios y fundó ciudades con su nombre en los confines del mundo. Aún hoy, más de dos mil años después, su sombra sigue proyectándose sobre la historia.
Porque Alejandro no conquistó solo territorios: conquistó la imaginación de los pueblos, la memoria de las civilizaciones… y el corazón de quienes aún, como nosotros, siguen su rastro con asombro.
En el episodio anterior recorrimos los primeros pasos de Alejandro: desde su infancia bajo la sombra de Filipo, hasta su espectacular irrupción en la historia como conquistador del mundo conocido. Vimos cómo se impuso sobre Grecia, cómo cruzó el Helesponto con apenas 30.000 hombres para enfrentarse al gigantesco imperio persa, y cómo fue derrotando a Darío III en una serie de batallas que desafiaban la lógica.
Terminamos nuestra narración en un momento clave: la llegada de Alejandro a Egipto. Allí fue recibido como un liberador, fundó la ciudad de Alejandría y, sobre todo, vivió una transformación profunda. Ya no era solo un rey macedonio ni un general invencible… Alejandro comenzaba a verse a sí mismo como algo más. Como un elegido. Como un dios.
Y es desde ahí, desde ese punto de inflexión, donde retomamos el relato.
La campaña no ha terminado. El joven rey no se conforma con lo logrado. Porque si Egipto se arrodilló ante él sin presentar batalla… entonces, ¿Qué más puede conquistar? ¿Dónde están los límites?
Comienza ahora la segunda etapa del viaje de Alejandro y también la más oscura: la del emperador ambicioso, la del visionario incansable… y también la del hombre que empieza a perder el control de sí mismo y de su legado.