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Dos cadáveres estelares giran sin descanso en una coreografía letal. Cada órbita, cada giro, roba un poco de energía que no se pierde: se transforma en ondas gravitacionales, arrugas en el tejido del espacio-tiempo. Así lo descubrieron Hulse y Taylor en 1974, no viéndolas, sino escuchando su ausencia en el compás de un púlsar: la órbita se acortaba, exactamente como predijo Einstein. Un hallazgo paciente, premiado con el Nobel en 1993, y que durante décadas fue la única evidencia de que el universo se ondula cuando la gravedad se agita. Einstein mismo dudó de que esas ondas pudieran detectarse: pensó que su efecto era demasiado débil. Se equivocó. En 2015, LIGO escuchó el rugido de dos agujeros negros fundiéndose; en 2017, Virgo se sumó y la astronomía se volvió multimensajero al ver luz y ondas del mismo evento. Hoy sabemos que el cosmos no solo brilla: también suena. Y cada vez que lo escuchamos, comprendemos un poco más su danza.
Dos cadáveres estelares giran sin descanso en una coreografía letal. Cada órbita, cada giro, roba un poco de energía que no se pierde: se transforma en ondas gravitacionales, arrugas en el tejido del espacio-tiempo. Así lo descubrieron Hulse y Taylor en 1974, no viéndolas, sino escuchando su ausencia en el compás de un púlsar: la órbita se acortaba, exactamente como predijo Einstein. Un hallazgo paciente, premiado con el Nobel en 1993, y que durante décadas fue la única evidencia de que el universo se ondula cuando la gravedad se agita. Einstein mismo dudó de que esas ondas pudieran detectarse: pensó que su efecto era demasiado débil. Se equivocó. En 2015, LIGO escuchó el rugido de dos agujeros negros fundiéndose; en 2017, Virgo se sumó y la astronomía se volvió multimensajero al ver luz y ondas del mismo evento. Hoy sabemos que el cosmos no solo brilla: también suena. Y cada vez que lo escuchamos, comprendemos un poco más su danza.