La Máquina De Narrar

Episodio 29 - "Hojas", de John Updike (1964)


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Hojas, John Updike (1932-2009)

Desde mi ventana, las hojas de la vid poseen una extraña belleza. “Extraña” porque me parece raro que las cosas sean bellas —después de la prolongada oscuridad de introspección, miedo y vergüenza en que he estado viviendo—, que al margen de nuestras catástrofes conserven la precisión casual, la fácil abundancia de “efecto” inventivo, carácter y especificidad de la Naturaleza. Esta mañana distingo con nitidez que la Naturaleza se puede definir como lo que existe sin culpa. Nuestros cuerpos están en la Naturaleza; nuestros zapatos, sus agujetas, sus pequeñas puntas de plástico; todo lo que se halla a nuestro alrededor, en nuestro entorno, existe en la Naturaleza; sin embargo, algo nos aparta de ella, del mismo modo en que un brote de agua nos impide tocar el fondo arenoso, acanalado y resplandeciente, con fragmentos de media luna de conchas de ostras, tan claros a nuestros ojos.
Un grajo azul se posa en una rama afuera de mi ventana. De momento firme, se detiene a horcajadas, su rabo sucio hacia mí, su cabeza vigilante congelada en una silueta, la curva predatoria del pico impresa en un cielo casi blanco sobre el pantano brumoso y atezado. ¿Lo ves? Yo sí y, captando rápidamente el hilo de mis pensamientos, he atravesado el cristal, lo he atrapado y estampado en esta página. Ahora se ha ido. Y sin embargo, ahí, unas cuantas líneas arriba, aún se encuentra “a horcajadas”, su rabo “sucio”, su cabeza vigilante “congelada”. Un truco curioso, tal vez inútil, pero mío.
Las hojas de la vid, justo donde están —no en la sombra de cada una— son doradas. Hojas lisas que toman el sol directamente y convierten la luz absoluta, suma del espectro y fuente de toda vida, en el crayón amarillo con el cual los niños la evocan. Aquí y allá, lo seco transforma este resplandor ajeno en un naranja brillante; y el verde de las tiernas hojas quietas -porque si observamos, el verde persiste ya muy entrado el otoño- filtra de la luz solar un chartreuse finamente nervado. Las sombras de unas hojas sobre otras —si bien errantes y nerviosas con el viento que emite al barrerlas sonidos afables que se escabullen por el techo— son muy variadas y definidas; contienen innumerables insinuaciones salvajes de cimitarras, lanzas afiladas, púas y cascos amenazantes. No obstante, el efecto neto está libre de amago. Por el contrario, su intrincada sugerencia simultánea de refugio y de llaneza, calor y brisa, me invita al exterior; mis ojos se aventuran a las hojas que se encuentran más allá. Estoy rodeado de hojas. Las del roble, garras tenaces de moho púrpura; las del olmo, escasas plumas de un amarillo femenino, las del zumaque, un rubor dentado y salvaje. Me mantengo erguido en un sereno y ardiente universo de hojas. Sin embargo, algo me arroja hacia atrás, me devuelve a esa oscuridad interna donde la culpa es el sol.
Los hechos necesitan definirse. Me dicen que fui cruel y me tomará tiempo integrar esta impresión unánime a la probabilidad descalificada con la cual nuestros propios actos, si bien abiertamente equivocados, se revierten ellos mismos. Una vez que se ordenen los sucesos -se den incentivos a las acciones, se asignen psicologías a los actores, se tabulen los errores, se nombren las anormalidades; una vez que se pode todo el crecimiento furioso, descuidado, con explicaciones arraigadas en la historia, y sea devuelto, tal cual, a la Naturaleza- ¿entonces qué? ¿No es ilegítimo este retorno? ¿Pueden nuestros espíritus realmente penetrar al refugio de mortalidad del Tiempo y hundirse con serenidad entre el abono de hojas y de estiércol? No: nos erguimos en la intersección de dos reinos y no hay avance ni retroceso, sólo el filo de la orilla donde permanecemos de pie.
Recuerdo con nitidez el negro del vestigio de mi esposa cuando dejó nuestra casa para obtener el divorcio. El vestido era una suave funda negra, de cuello en V y con el cual Elena siempre se veía...
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La Máquina De NarrarBy Graciela Scarlatto