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El concepto de “generación de cristal”, introducido por la filósofa Montserrat Nebrera, funciona como una imagen simbólica que hace referencia a la aparente fragilidad emocional de buena parte de los adolescentes y jóvenes actuales. Se los describe como más susceptibles y vulnerables, fruto en gran medida de una crianza sobreprotectora ejercida por sus familias. Entre los rasgos que más se les atribuyen destacan la escasa tolerancia a la crítica, la dificultad para asumir frustraciones, la necesidad constante de validación externa y cierta inseguridad que se traduce en dudas a la hora de tomar decisiones.
Este estilo educativo tiene raíces claras: muchos padres de esta generación crecieron en contextos marcados por la escasez y la rigidez, lo que los llevó a optar por un modelo de crianza más indulgente, con el propósito de evitar a sus hijos las mismas carencias. A ello se suman factores como la prolongación de la adolescencia, ligada a la precariedad laboral y a los avances médicos que han retrasado la autonomía plena de los jóvenes, reforzando así su sensación de dependencia.
La presión social y la influencia de la cultura consumista han profundizado este panorama, debilitando la construcción de una identidad estable. En este proceso, las redes sociales juegan un papel ambivalente: funcionan como refugio frente a las preocupaciones diarias, pero a la vez alimentan la dramatización de la vida cotidiana, difuminan referentes sólidos y condicionan la percepción de la realidad.
A pesar de estos retos, no todo es negativo. La llamada generación de cristal muestra valores emergentes como la apertura en cuestiones de género y sexualidad, así como una sensibilidad notable hacia problemáticas colectivas, en especial la crisis climática y la responsabilidad social. Estos aspectos evidencian un potencial real para impulsar transformaciones significativas en el ámbito social y ambiental.
No obstante, persiste la inquietud sobre su falta de capacidad para desafiar el sistema establecido, lo que podría traducirse en actitudes conformistas o apáticas. La debilidad del sentido de pertenencia, unida al predominio de relaciones digitales superficiales, plantea a su vez riesgos en la consolidación de la empatía y en la calidad de los vínculos interpersonales.
En definitiva, esta generación se mueve entre sombras y luces: carga con las consecuencias de una educación protectora y de una sociedad crecientemente fragmentada y digital, pero al mismo tiempo alberga cualidades que, bien orientadas, podrían convertirla en motor de cambio. El desafío pasa por crear entornos que fomenten la resiliencia y la autonomía, de modo que puedan convertir su sensibilidad en una verdadera fortaleza.
En Plaza al día, hablamos de todo ello con Ariana Pérez, responsable de investigación en la Fundación SM, y con Rebeca Cordero, profesora titular de Sociología Aplicada.
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By Plaza PodcastEl concepto de “generación de cristal”, introducido por la filósofa Montserrat Nebrera, funciona como una imagen simbólica que hace referencia a la aparente fragilidad emocional de buena parte de los adolescentes y jóvenes actuales. Se los describe como más susceptibles y vulnerables, fruto en gran medida de una crianza sobreprotectora ejercida por sus familias. Entre los rasgos que más se les atribuyen destacan la escasa tolerancia a la crítica, la dificultad para asumir frustraciones, la necesidad constante de validación externa y cierta inseguridad que se traduce en dudas a la hora de tomar decisiones.
Este estilo educativo tiene raíces claras: muchos padres de esta generación crecieron en contextos marcados por la escasez y la rigidez, lo que los llevó a optar por un modelo de crianza más indulgente, con el propósito de evitar a sus hijos las mismas carencias. A ello se suman factores como la prolongación de la adolescencia, ligada a la precariedad laboral y a los avances médicos que han retrasado la autonomía plena de los jóvenes, reforzando así su sensación de dependencia.
La presión social y la influencia de la cultura consumista han profundizado este panorama, debilitando la construcción de una identidad estable. En este proceso, las redes sociales juegan un papel ambivalente: funcionan como refugio frente a las preocupaciones diarias, pero a la vez alimentan la dramatización de la vida cotidiana, difuminan referentes sólidos y condicionan la percepción de la realidad.
A pesar de estos retos, no todo es negativo. La llamada generación de cristal muestra valores emergentes como la apertura en cuestiones de género y sexualidad, así como una sensibilidad notable hacia problemáticas colectivas, en especial la crisis climática y la responsabilidad social. Estos aspectos evidencian un potencial real para impulsar transformaciones significativas en el ámbito social y ambiental.
No obstante, persiste la inquietud sobre su falta de capacidad para desafiar el sistema establecido, lo que podría traducirse en actitudes conformistas o apáticas. La debilidad del sentido de pertenencia, unida al predominio de relaciones digitales superficiales, plantea a su vez riesgos en la consolidación de la empatía y en la calidad de los vínculos interpersonales.
En definitiva, esta generación se mueve entre sombras y luces: carga con las consecuencias de una educación protectora y de una sociedad crecientemente fragmentada y digital, pero al mismo tiempo alberga cualidades que, bien orientadas, podrían convertirla en motor de cambio. El desafío pasa por crear entornos que fomenten la resiliencia y la autonomía, de modo que puedan convertir su sensibilidad en una verdadera fortaleza.
En Plaza al día, hablamos de todo ello con Ariana Pérez, responsable de investigación en la Fundación SM, y con Rebeca Cordero, profesora titular de Sociología Aplicada.
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