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Entré en su cuarto por equivocación. La encontré desnuda y despernancada en una cama de lienzo y aullando de dolor entre una pandilla de comadres sin orden ni razón que se habían repartido su cuerpo para ayudarla a parir a gritos. Una le enjugaba el sudor de la cara con una toalla mojada, otras le sujetaban a la fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre para apresurar el parto.
Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar entre los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto lleno de humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina. Permanecía en un rincón repartido entre el susto y la curiosidad hasta que la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva como un ternero de vientre con una tripa sanguinolenta colgada del ombligo.
Una de las mujeres me descubrió entonces en el rincón y me sacó a rastras del cuarto. Estás en pecado mortal, me dijo y me ordenó con un dedo amenazante. No volvás a acordarte de lo que viste.
Del libro "Vivir para contarla", escrito por el autor colombiano Gabriel García Márquez... vaya, re bárbaro. Este fragmento me lo sé de memoria, es que hasta lo tengo subrayado en el libro que mi esposa me regaló para que siguiera sumergido en mi aprendizaje del idioma español muy a su estilo, y muy al ritmo de mis neuronas.
Quizá no te sientas identificada con el texto que acabas de leer porque consideras que no tiene lógica, sin embargo, no sé si tal vez escuchaste una de las frases que voy a decir en el podcast y que no son de libros, sino que emergen netamente del kinder de la vida, de la escuela de los recuerdos, del colegio de los desafíos y de la universidad de las experiencias.
Digo esto, no como hipótesis, sino como verdad porque ser médico va más allá que dar un diagnóstico y aplicar tratamientos farmacológicos. Una nueva historia trasciende a un compromiso con nuestros semejantes porque cada persona que llega a ti en busca de apoyo y ayuda trae consigo un universo completo de vivencias, de las cosas que le causan temor, de la esperanza e incluso de dolor espiritual.
Sensibilizarse ante su situación no es solo una habilidad, es un deber que trasciende cualquier protocolo. Como médico, no basta con cumplir; hay que entender, escuchar, mirar a los ojos y reconocer que el sufrimiento ajeno no es un expediente más, sino una historia viva que merece respeto y tiempo.
Duele, y a veces indigna, ver cómo algunos colegas, atrapados en la vorágine del sistema, olvidan esto. La medicina no es una línea de producción. No se trata de despachar pacientes como si fueran números en una lista. La prisa del mundo no puede ser excusa para deshumanizar una profesión que, en su esencia, existe para aliviar.
Cuando apresuramos las consultas nos podemos enfrentar a diagnósticos mal dados porque la empatía se esfuma debido a factores que pueden incluir el tiempo, la falta de voluntad para poder conectar con los pacientes, la escasa capacidad de recordar que detrás de cada cuerpo a una persona, como nosotros, que confía en que obtendrá respuestas acertadas.
La sensibilidad médica no se debe perder, esto no quiere decir que pierdes la ética en la relación médico-paciente que debes siempre conservar. La sensibilidad nos hace mirar el reloj y tomarnos el tiempo para dar una explicación que el paciente y la familia puedan entender incluso cuando como médico tienes tus propios conflictos internos que pueden hacer que te sientas presionado.
Y hablamos tanto de la empatía, pero...
No hemos entendido que se trata del corazón de una práctica que verdaderamente sana porque no es cuestión simplemente de entender los síntomas físicos, sino de sumergirse en la experiencia emocional y humana del paciente. Es escuchar activamente, captar no solo lo que se dice, sino lo que se calla: el miedo en una mirada, la ansiedad en un suspiro, la esperanza detrás de una pregunta repetida. Como médico, la empatía implica ponerse en los zapatos del otro, reconocer su vulnerabilidad y responder con una presencia que transmite: "Te veo, te escucho, me importa".
Esta sensibilidad no es innata en todos, pero se cultiva. Se fortalece al detenerse un momento más para preguntar cómo está el paciente más allá de su diagnóstico, al explicar con claridad y paciencia, al ofrecer un gesto de consuelo cuando las palabras no alcanzan.
Sin embargo, la empatía médica enfrenta enemigos: el agotamiento, la presión de los sistemas de salud, la desensibilización por la rutina. La empatía se pierde cuando la prisa gana, cuando el sistema premia la cantidad sobre la calidad.
Ser empático no significa sentir lástima; no significa victimizar, sino todo lo contrario, es transmitir a los pacientes que atendemos valentía para enfrentar sus problemas de salud a través de la conexión ética que debemos mantener en la consulta. Es validar el dolor ajeno, adaptar el lenguaje para que el paciente entienda, involucrarlo en las decisiones sobre su salud.
Estudios muestran que la empatía mejora la adherencia al tratamiento y la satisfacción del paciente, pero más allá de estadísticas, humaniza la medicina. Duele ver que algunos médicos, por desidia o cansancio, se desconectan, dando respuestas mecánicas o evitando el contacto emocional. La empatía no es un lujo, es un deber.
Sé que puede haber lo que se conoce como la fatiga compasiva, pero esto no es una excusa para violentar a quienes buscan ayuda y respuestas en nosotros. Yo he vivido la fatiga compasiva, pero creo que cuando he tenido esos episodios, lo he manejado de acuerdo a lo que aprendí de mis maestros.
La fatiga compasiva, sin duda, es un desgaste emocional que afecta a quienes, como los médicos, se entregan intensamente al cuidado de otros. No es solo cansancio físico; es un agotamiento profundo del alma, un vacío que surge cuando la empatía, esa conexión humana esencial en la medicina, se convierte en una carga abrumadora.
Es el precio de absorber el dolor, el miedo y las historias de los pacientes día tras día, sin pausas suficientes para procesarlo. Como médico, sientes la responsabilidad de estar presente, de escuchar, de aliviar, pero cuando las demandas superan los recursos emocionales, la empatía puede volverse un peso que quema.
Se manifiesta en síntomas como irritabilidad, distanciamiento emocional, cinismo o una sensación de desconexión con los pacientes. Es doloroso verlo en colegas que, alguna vez apasionados, empiezan a tratar a las personas como casos clínicos, no por falta de humanidad, sino porque están agotados. La indignación surge al reconocer que el sistema contribuye: turnos interminables, presión por productividad, falta de apoyo psicológico. No es justo que una profesión dedicada a cuidar termine desgastando a quienes la ejercen.
Combatir la fatiga compasiva requiere reconocerla sin estigma. No es debilidad; es la señal de haber dado mucho. Estrategias como establecer límites saludables, practicar el autocuidado (descanso, ejercicio, hobbies), buscar supervisión o terapia, y fomentar espacios de apoyo entre colegas son vitales.
Las instituciones también deben actuar: reducir cargas laborales, ofrecer programas de bienestar y normalizar el cuidado de la salud mental. La empatía médica es un recurso precioso, pero no inagotable. Cuidar al cuidador no es un lujo, es una necesidad para que la medicina siga siendo humana.
¿Por qué escribo todo esto en la caja de información?
Por lo que podrán escuchar en el podcast que les presento en esta oportunidad.
A quienes escucharon este podcast y también a quienes no lo hicieron, que tengan un maravilloso día, lleno de paz y bendiciones.
Un abrazo virtual.
—Ezequiel ©
By AriezehEntré en su cuarto por equivocación. La encontré desnuda y despernancada en una cama de lienzo y aullando de dolor entre una pandilla de comadres sin orden ni razón que se habían repartido su cuerpo para ayudarla a parir a gritos. Una le enjugaba el sudor de la cara con una toalla mojada, otras le sujetaban a la fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre para apresurar el parto.
Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar entre los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto lleno de humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina. Permanecía en un rincón repartido entre el susto y la curiosidad hasta que la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva como un ternero de vientre con una tripa sanguinolenta colgada del ombligo.
Una de las mujeres me descubrió entonces en el rincón y me sacó a rastras del cuarto. Estás en pecado mortal, me dijo y me ordenó con un dedo amenazante. No volvás a acordarte de lo que viste.
Del libro "Vivir para contarla", escrito por el autor colombiano Gabriel García Márquez... vaya, re bárbaro. Este fragmento me lo sé de memoria, es que hasta lo tengo subrayado en el libro que mi esposa me regaló para que siguiera sumergido en mi aprendizaje del idioma español muy a su estilo, y muy al ritmo de mis neuronas.
Quizá no te sientas identificada con el texto que acabas de leer porque consideras que no tiene lógica, sin embargo, no sé si tal vez escuchaste una de las frases que voy a decir en el podcast y que no son de libros, sino que emergen netamente del kinder de la vida, de la escuela de los recuerdos, del colegio de los desafíos y de la universidad de las experiencias.
Digo esto, no como hipótesis, sino como verdad porque ser médico va más allá que dar un diagnóstico y aplicar tratamientos farmacológicos. Una nueva historia trasciende a un compromiso con nuestros semejantes porque cada persona que llega a ti en busca de apoyo y ayuda trae consigo un universo completo de vivencias, de las cosas que le causan temor, de la esperanza e incluso de dolor espiritual.
Sensibilizarse ante su situación no es solo una habilidad, es un deber que trasciende cualquier protocolo. Como médico, no basta con cumplir; hay que entender, escuchar, mirar a los ojos y reconocer que el sufrimiento ajeno no es un expediente más, sino una historia viva que merece respeto y tiempo.
Duele, y a veces indigna, ver cómo algunos colegas, atrapados en la vorágine del sistema, olvidan esto. La medicina no es una línea de producción. No se trata de despachar pacientes como si fueran números en una lista. La prisa del mundo no puede ser excusa para deshumanizar una profesión que, en su esencia, existe para aliviar.
Cuando apresuramos las consultas nos podemos enfrentar a diagnósticos mal dados porque la empatía se esfuma debido a factores que pueden incluir el tiempo, la falta de voluntad para poder conectar con los pacientes, la escasa capacidad de recordar que detrás de cada cuerpo a una persona, como nosotros, que confía en que obtendrá respuestas acertadas.
La sensibilidad médica no se debe perder, esto no quiere decir que pierdes la ética en la relación médico-paciente que debes siempre conservar. La sensibilidad nos hace mirar el reloj y tomarnos el tiempo para dar una explicación que el paciente y la familia puedan entender incluso cuando como médico tienes tus propios conflictos internos que pueden hacer que te sientas presionado.
Y hablamos tanto de la empatía, pero...
No hemos entendido que se trata del corazón de una práctica que verdaderamente sana porque no es cuestión simplemente de entender los síntomas físicos, sino de sumergirse en la experiencia emocional y humana del paciente. Es escuchar activamente, captar no solo lo que se dice, sino lo que se calla: el miedo en una mirada, la ansiedad en un suspiro, la esperanza detrás de una pregunta repetida. Como médico, la empatía implica ponerse en los zapatos del otro, reconocer su vulnerabilidad y responder con una presencia que transmite: "Te veo, te escucho, me importa".
Esta sensibilidad no es innata en todos, pero se cultiva. Se fortalece al detenerse un momento más para preguntar cómo está el paciente más allá de su diagnóstico, al explicar con claridad y paciencia, al ofrecer un gesto de consuelo cuando las palabras no alcanzan.
Sin embargo, la empatía médica enfrenta enemigos: el agotamiento, la presión de los sistemas de salud, la desensibilización por la rutina. La empatía se pierde cuando la prisa gana, cuando el sistema premia la cantidad sobre la calidad.
Ser empático no significa sentir lástima; no significa victimizar, sino todo lo contrario, es transmitir a los pacientes que atendemos valentía para enfrentar sus problemas de salud a través de la conexión ética que debemos mantener en la consulta. Es validar el dolor ajeno, adaptar el lenguaje para que el paciente entienda, involucrarlo en las decisiones sobre su salud.
Estudios muestran que la empatía mejora la adherencia al tratamiento y la satisfacción del paciente, pero más allá de estadísticas, humaniza la medicina. Duele ver que algunos médicos, por desidia o cansancio, se desconectan, dando respuestas mecánicas o evitando el contacto emocional. La empatía no es un lujo, es un deber.
Sé que puede haber lo que se conoce como la fatiga compasiva, pero esto no es una excusa para violentar a quienes buscan ayuda y respuestas en nosotros. Yo he vivido la fatiga compasiva, pero creo que cuando he tenido esos episodios, lo he manejado de acuerdo a lo que aprendí de mis maestros.
La fatiga compasiva, sin duda, es un desgaste emocional que afecta a quienes, como los médicos, se entregan intensamente al cuidado de otros. No es solo cansancio físico; es un agotamiento profundo del alma, un vacío que surge cuando la empatía, esa conexión humana esencial en la medicina, se convierte en una carga abrumadora.
Es el precio de absorber el dolor, el miedo y las historias de los pacientes día tras día, sin pausas suficientes para procesarlo. Como médico, sientes la responsabilidad de estar presente, de escuchar, de aliviar, pero cuando las demandas superan los recursos emocionales, la empatía puede volverse un peso que quema.
Se manifiesta en síntomas como irritabilidad, distanciamiento emocional, cinismo o una sensación de desconexión con los pacientes. Es doloroso verlo en colegas que, alguna vez apasionados, empiezan a tratar a las personas como casos clínicos, no por falta de humanidad, sino porque están agotados. La indignación surge al reconocer que el sistema contribuye: turnos interminables, presión por productividad, falta de apoyo psicológico. No es justo que una profesión dedicada a cuidar termine desgastando a quienes la ejercen.
Combatir la fatiga compasiva requiere reconocerla sin estigma. No es debilidad; es la señal de haber dado mucho. Estrategias como establecer límites saludables, practicar el autocuidado (descanso, ejercicio, hobbies), buscar supervisión o terapia, y fomentar espacios de apoyo entre colegas son vitales.
Las instituciones también deben actuar: reducir cargas laborales, ofrecer programas de bienestar y normalizar el cuidado de la salud mental. La empatía médica es un recurso precioso, pero no inagotable. Cuidar al cuidador no es un lujo, es una necesidad para que la medicina siga siendo humana.
¿Por qué escribo todo esto en la caja de información?
Por lo que podrán escuchar en el podcast que les presento en esta oportunidad.
A quienes escucharon este podcast y también a quienes no lo hicieron, que tengan un maravilloso día, lleno de paz y bendiciones.
Un abrazo virtual.
—Ezequiel ©