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Juan Antonio Cebrián nos traslada al corazón de la Alemania de entreguerras, donde la miseria, el caos social y la desesperanza se mezclaron con uno de los crímenes más espeluznantes del siglo XX: la historia de Fritz Haarmann, un carnicero de profesión que convirtió su buhardilla en Hannover en un matadero humano. En plena crisis de los años 20, entre huelgas, hambre y una sociedad devastada tras la Primera Guerra Mundial, decenas de jóvenes desaparecieron sin dejar rastro… hasta que el río Leine comenzó a escupir sus huesos.
Fritz Haarmann, hombre corpulento, epiléptico y marcado por una infancia de violencia y abuso, encontró refugio en los márgenes del sistema: era homosexual en una época represiva y delator de la policía, lo que le daba cierta impunidad. En su apartamento, junto a su amante y cómplice Hans Grans, atraía a jóvenes vagabundos —muchos de ellos adolescentes— a los que violaba, asesinaba con un mordisco en la tráquea y luego descuartizaba meticulosamente. Con la carne de las víctimas, Haarmann fabricaba salchichas, que él mismo comía y vendía en su tienda bajo la etiqueta de “carne de caballo”. Los huesos, los lanzaba por la ventana al río.
La impunidad terminó cuando unos niños encontraron cráneos humanos en las riberas del río Leine. La policía pronto conectó los hallazgos con Haarmann, conocido entre sus vecinos por regalar huesos “demasiado blancos”. Al registrar su vivienda, encontraron sangre por todas partes, restos humanos y salchichas de carne no identificable. Fritz confesó parcialmente los crímenes, aunque sus relatos eran imprecisos y desconcertantes. Se le imputaron al menos 27 asesinatos, aunque las autoridades creían que la cifra real podía superar los cien.
Fritz Haarmann fue ejecutado en 1925 mediante guillotina, sin mostrar arrepentimiento. En sus últimas declaraciones afirmó que no pedía perdón, que solo deseaba morir para liberarse de los demonios que lo habitaban. Su caso dejó una cicatriz profunda en la historia criminal europea y generó una oleada de pánico, morbo y especulación. Fue el monstruo oculto tras la máscara de un hombre afable, el horror cotidiano disfrazado de comerciante. Así lo recuerda Cebrián: como el perfecto símbolo del mal alimentado por la miseria, la locura y la indiferencia.
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By OndaCeroJuan Antonio Cebrián nos traslada al corazón de la Alemania de entreguerras, donde la miseria, el caos social y la desesperanza se mezclaron con uno de los crímenes más espeluznantes del siglo XX: la historia de Fritz Haarmann, un carnicero de profesión que convirtió su buhardilla en Hannover en un matadero humano. En plena crisis de los años 20, entre huelgas, hambre y una sociedad devastada tras la Primera Guerra Mundial, decenas de jóvenes desaparecieron sin dejar rastro… hasta que el río Leine comenzó a escupir sus huesos.
Fritz Haarmann, hombre corpulento, epiléptico y marcado por una infancia de violencia y abuso, encontró refugio en los márgenes del sistema: era homosexual en una época represiva y delator de la policía, lo que le daba cierta impunidad. En su apartamento, junto a su amante y cómplice Hans Grans, atraía a jóvenes vagabundos —muchos de ellos adolescentes— a los que violaba, asesinaba con un mordisco en la tráquea y luego descuartizaba meticulosamente. Con la carne de las víctimas, Haarmann fabricaba salchichas, que él mismo comía y vendía en su tienda bajo la etiqueta de “carne de caballo”. Los huesos, los lanzaba por la ventana al río.
La impunidad terminó cuando unos niños encontraron cráneos humanos en las riberas del río Leine. La policía pronto conectó los hallazgos con Haarmann, conocido entre sus vecinos por regalar huesos “demasiado blancos”. Al registrar su vivienda, encontraron sangre por todas partes, restos humanos y salchichas de carne no identificable. Fritz confesó parcialmente los crímenes, aunque sus relatos eran imprecisos y desconcertantes. Se le imputaron al menos 27 asesinatos, aunque las autoridades creían que la cifra real podía superar los cien.
Fritz Haarmann fue ejecutado en 1925 mediante guillotina, sin mostrar arrepentimiento. En sus últimas declaraciones afirmó que no pedía perdón, que solo deseaba morir para liberarse de los demonios que lo habitaban. Su caso dejó una cicatriz profunda en la historia criminal europea y generó una oleada de pánico, morbo y especulación. Fue el monstruo oculto tras la máscara de un hombre afable, el horror cotidiano disfrazado de comerciante. Así lo recuerda Cebrián: como el perfecto símbolo del mal alimentado por la miseria, la locura y la indiferencia.
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