Andrés era un hombre común, de esos que viven en la periferia de las grandes ciudades, cuya vida transcurría entre los matices de la rutina diaria. Un hombre reservado, con pocos amigos y muchas horas de trabajo en la oficina, Andrés tenía una pasión secreta: el sueño. No un sueño común, de esos que se tienen por la noche, sino un sueño que lo acompañaba durante el día, que se filtraba en su mente como una melodía incesante, un eco persistente.