Jesús al oír sus llantos les dijo:
Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre Mí,
Si no, por vosotras mismas y por vuestros hijos.
Porque, están próximos los días.
En los cuales se dirá:
Dichosas las estériles, y los vientres que no han engendrado y los pechos que no amamantaron.
Entonces, comenzarán a decir a los montes:
Caed sobre nosotros.
Y a los collados:
Cubridnos
Que…
Si así, es tratado el leño verde, ¿En el seco que se hará?
Dichas estas palabras
Subió Jesús, a la prominencia rocosa, en forma de cráneo.
Llamada, Calvario o Gólgota.
Mientras lo clavaban al duro leño, elevó los ojos al cielo y dijo:
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Jesús se estremecía, entre indecibles tormentos.
Obligado por los clavos a una espantosa inmovilidad y suspendido por cuatro llagas abiertas a lo largo, donde la sangre antes derramada en abundancia se cuajaba y coagulaba alrededor de los clavos, produciendo una hinchazón que comunicaba a las venas una ardiente fiebre.
Causa de una sed abrasadora.
Sentía que los miembros se le desplazaban y la cabeza le martilleaba entre las espinas.
A los dolores físicos se le unieron los morales.
¡Todo se ha cumplido!
Era el grito de la obediencia y del triunfo:
Las profecías tenían su cumplimiento y la obra, que el Padre le encomendara, había terminado.
La obediencia hasta la muerte y muerte de cruz.
Permitió acercarse a la muerte, para que separara, también en Él, el alma del cuerpo.
Y clamando con gran voz, dijo:
En tus manos, oh, Padre, encomiendo mi espíritu.
Lanzado este grito poderoso que a todos maravilló, inclinó la cabeza en señal de obediencia al Padre, y expiró
Eran las tres de la tarde del día 15 del Nisán, del gran día de Pascua, que aquel año (783 de Roma, 30 de la era Vulgar) caía en viernes 7 de abril.
Mientras, en el templo era ofrecido el sacrificio de la tarde.
El Cordero Inmaculado, que quita los pecados del Mundo, ofrecía su sacrificio.
Que hacía inútil todos los otros y redimía con su sangre, a la humanidad pecadora.