Erase un día en la noche de reyes, la inocencia de los niños esperaba la llegada de los Reyes Magos, los nervios afloraban a flor de piel, la naturaleza era exuberante los pinos rodeaban la pequeña casa de campo por doquier, la luna brillaba en un hermoso firmamento de estrellas.
De repente una voz rompió el silencio, con que los niños dormitaban en tensa espera alrededor de una vieja chimenea que con su resplandor iluminaba el rostro de la inocencia.
Aquel personaje alto y fornido, cabello largo y porte majestuoso acerco su cara al respiradero de la chimenea y alzando su voz dijo.
“Soy el Rey Melchor, está Miguelín por ahí”.
Los niños saltaron al instante como un resorte, movidos por una fuerza indescriptibles. Las pupilas de sus ojos se ensancharon en un bendito rictus de inocencia y su rostro se iluminó de ilusión.
La puerta de madera gritó en sus goznes y abriéndose, movió el pábilo de las velas que a duras penas conseguían mantener la verticalidad de sus llamas, la chimenea, por no ser menos, también se sumó y sus llamas tintinearon en un movimiento acompasado que también se unía a esa bendita ilusión.
El padre de los niños entró aterido en su cuerpo, pero con fuego en el corazón.
El niño corriendo, saltó profundamente emocionado a los brazos de su padre, diciendo:
No te lo vas a creer, papa
No te lo vas a creer
He oído al Rey Melchor.
Y me ha hablado
Te lo juro papá, le he oído y ha preguntado por mí
Me ha hablado y ha preguntado por mi…
Padre e hijo se fundieron en un abrazo y una lágrima furtiva, corrió por su mejilla emanando desde el corazón.