El Señor envía al profeta Natán ante David para que le muestre su pecado. Natán interpela a David con una de las parábolas más bellas del Antiguo Testamento provocando en el monarca la condena de su propia conducta. David reconoce su pecado y llora amargamente. Su hijo muere al séptimo día de nacer y más adelante nace Salomón, depositario de la promesa dinástica.