Lecturas del Bosque

#19 Las Intermitencias de la muerte - José Saramago


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El tiempo, lo efímero de la vida. El acecho, siempre presente de la muerte y el olvido. Y frente a estos, el poder de la palabra inmortal.

Estas son algunas de las constantes que siento una y otra vez en la obra de Saramago.

Además de un permanente enfrentamiento, no solo con la religión, sino con Dios, con sus designios, o con los nuestros, con la realidad tal como es, como la hemos hecho: sus jerarquías, su mezquindad, sus injusticias, su crueldad, su aparente inevitabilidad.

Además de este permanente enfrentamiento, decía, hay una búsqueda - siempre incompleta- de algún tipo de cambio, de reorganización, ya sea individual, colectiva o universal, ya sea simbólica, o ya sea material, que rectifique la existencia, y que nos ayude a entender lo inentendible, a soportar lo insoportable, a vivir… y si realmente no existe otra posibilidad, a morir.

Sus personajes e historias contagían la energía vital de la rebeldía, pero al mismo tiempo transmmiten la melancolía de quien sabe que al final nada va cambiar. Me deja con una extraña sensación de triteza, pero no de esa tristeza amarga de la negación, sino esa otra que es casi una sonrisa.

El otro día estaba en el tren y de la nada me vino el recuerdo del prefacio dell Evangelio según Jesucristo, que es una descripción verdaderamente impresionante del grabado “La crucifixion” de uno de los artistas alemanes más importantes Alberto Durero - Albrecht Duerer- creo que se dice en alemán. Y para mi esa debe ser la mejor descripción sobre cualquier cosa que he leído en mi vida. Va entre narración, explicación y reflexión, es como una síntesis de lo que se nos viene en el libro, que comienza y termina en la cruz: el problema de la culpa, la humanísima historia de Jesús, en conflicto primero con su padre José, luego con el Diablo, luego con su madre, luego con su padre Díos, al que cuestiona, al que cuestiona también el narrador, al que cuestiona también el Diablo, al que cuestionamos también nosotros, pero él que no cambia nada, porque no quiere, porque porque la vida es así y siempre lo será.

Jesús en su cruz nos pide: Perdonadlo, no sabe lo que hace.

El Evangelio según Jesucristo es un libraso, incluso recuerdo que fue después de la primera vez que lo leí que comencé a interesarme por leer la Biblia, porque aunque uno no sea religioso es super interesante conocer bien la mitología de la cultura de la que somos parte. Otro libro que tiene que va más o menos por ahí es Caín.

Entonces, ese día que iba en el tren y me acordé de ese prefacio tuve que buscar en el celular el tal grabado La Crucifixión, ventajas del mundo moderno, acceso al arte de hace 600 años al instante, y después tuve que buscar y leer el prefacio, y después todo libro, y después otro libro de Saramago, y después otro, y de un tirón eso es lo que he estado leyendo últimamente. Segunda vez que me pasa. Cuando tenía unos veinte años me enganché más o menos así con los libros de Saramago.

Tiene este estilo único que le sale todo seguido sin respetar las tradiciones de los espacios y los puntos, exige un poco de concentración, pero vale la pena, porque vamos como navegando por la historia y las ideas a toda velocidad, como sin frenos. Uno llega sin aliento al final de cada párrafo, donde de tanto en tanto nos espera la estocada de alguna frase brutal que nos deja en blanco.

“Al día siguiente no murió nadie.”

Esta es por ejemplo una de esas frases. Así comienza las Intermitencias de la muerte, en el que un primero de enero la muerte, por primera vez en su larga carrera, decide dejar de matar. La gente no deja de envejecer o de enfermar, simplemente deja de morir.

Luego, durante medio libro acompañamos una reflexión sobre la muerte, y sobre cómo sería la vida en su ausencia.

Después de meses de huelga, la muerte vuelve aparecer, pero esta vez con un nuevo sistema. Ahora las personas antes de morir van a recibir una carta color violeta una semana antes de que les llegue la hora para que así puedan decidir cómo pasar sus últimos días.

Así va trabajando la muerte, enviando por correo su correspondencia letal, hasta que pasa lo impensable: por primera vez desde que la muerte es muerte, un hombre que debería haber muerto hace una semana, resulta que no muere. Por alguna razón cada vez que la muerte le manda la carta violeta, la carta le vuelve aparecer sobre su escritorio. Inexplicablemente no puede llegar a su destinatario final: un pobre músico solitario que vive sin saber que su tiempo se ha acabado.

Desconcertada, la muerte lo sigue día y noche y termina transformándose en mujer de carne y hueso para entregarle en persona la carta mortal. En dos ocasiones lo encuentra, conversa con él, pero no puede entregarle la carta, parece que no se anima.

En la última noche del plazo que se había dado ella misma para resolver el problema del violonchelista que no moría, va a tocar el timbre de su casa y esto fue lo que pasó:

Eran las once cuando sonó el timbre de la puerta. Algún vecino con problemas, pensó el violonchelista, y se levantó para abrir. Buenas noches, dijo la mujer del palco, pisando el umbral, Buenas noches, respondió el músico, esforzándose por dominar el pasmo que le contraía la glotis, No me pide que entre, Claro que sí, por favor. Se apartó para dejarla pasar, cerró la puerta, todo despacio, lentamente, para que el corazón no le explotara. Con las piernas temblando la acompañó a la sala de música, con la mano que temblaba le indicó el sillón. Pensé que ya se habría ido, dijo, Como ve, decidí quedarme, respondió la mujer, Pero partirá mañana, A eso me comprometí, Supongo que ha venido para traerme la carta, que no la ha roto, Sí, la tengo aquí en este bolso, Démela, entonces, Tenemos tiempo, recuerdo haberle dicho que las prisas son malas consejeras, Como quiera, estoy a su disposición, Lo dice en serio, Es mi mayor defecto, todo lo digo en serio, incluso cuando hago reír, principalmente cuando hago reír, En ese caso me atrevo a pedirle un favor, Cuál, Compénseme por haber faltado ayer al concierto, No veo de qué manera, Ahí tiene un piano, Ni se le ocurra, soy un pianista mediocre, O el violonchelo, Eso es otra cosa, sí, podré tocarle una o dos piezas si se empeña, Puedo escoger, preguntó la mujer, Sí, pero sólo lo que esté a mi alcance, dentro de mis posibilidades. La mujer tomó el cuaderno de la suite número seis de bach y dijo, Esto, Es muy larga, lleva más de media hora, y ya comienza a ser tarde, Le repito que tenemos tiempo, Hay un pasaje en el preludio en que tengo dificultades, No importa, sálteselo cuando llegue, dijo la mujer, o ni será preciso, ya verá que tocará aún mejor que rostropovich. El violonchelista sonrió, Puede tener la certeza. Abrió el cuaderno sobre el atril, respiró hondo, colocó la mano izquierda en el brazo del violonchelo, la mano derecha condujo el arco hasta casi rozar las cuerdas, y comenzó. Demás sabía que no era rostropovich, que no pasaba de un solista de orquesta cuando la casualidad del programa lo exigía, pero aquí, ante esta mujer, con su perro echado a los pies, a esta hora de la noche, rodeado de libros, de cuadernos de música, de partituras, era el propio johann Sebastian bach componiendo en cóthen lo que más tarde sería llamado opus mil doce, obras ellas casi tantas como fueron las de la creación. El pasaje difícil fue traspasado sin que él se hubiera dado cuenta de la proeza que había cometido, manos felices hacían murmurar, hablar, cantar, rugir al violonchelo, he aquí lo que le faltó a rostropovich, esta sala de música, esta hora, esta mujer. Cuando él terminó, las manos de ella ya no estaban frías, las suyas ardían, por eso las manos se dieron a las manos y no se extrañaron. Pasaba mucho de la una de la madrugada cuando el violonchelista preguntó, Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel, y la mujer respondió, No, me quedaré contigo, y le ofreció la boca.

Entraron en el dormitorio, se desnudaron, y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió, ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada en que la cabeza del hombre descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el papel con una mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que podría pegarle fuego sólo con el contacto de los dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la cerilla de todos los días, la que hacía arder la carta de la muerte, esa que sólo la muerte podía destruir. No quedaron cenizas.La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie.

Increible no? La muerte enamorada.

Creo que siempre es bueno tener a la muerte presente y esta es una linda novela para no olvidarla.

Hay una parte del libro cuando la muerte, que era el típico esqueleto con su manto negro y su gadaña y se transforma en una mujer de carne y hueso y sonrisa irresistible, para entregar aquella carta, y a su paso va dejando un difuso perfume mitad rosa y mitad crisantemo.

Resulta que ese es el mismo olor que se siente entre los papeles de la Conservaduría General de Registro Civil, en la que trabaja Don José, el protagonista de Todos los nombres, y cuyo Conservador tuvo la revolucionaria decisión de juntar en un solo archivo todos los nombres y papeles de los vivos y los muertos que tenía a su cuidado, alegando que solo juntos podían representar a la humanidad como debería ser entendida, un todo absoluto, independientemente del tiempo y los lugares y que haberlos tenido separados había sido un crimen contra el espíritu.

Todos los nombres es una novela cortita, en la que curiosamente el único nombre que aparece es el de Don José, un funcionario cincuentón de la Conservaduría del Registro Civil al que no le había pasado nada muy interesante en la vida, hasta que por accidente se le entrepapela la ficha de una mujer desconocida y de repente Don José no puede pensar en otra cosa, quién será esa mujer, cómo habrá sido su vida. Entonces es tomado por la decisión de averiguarlo, porque son las decisiones las que nos toman y no al contrario, y por primera vez comienza a vivir una aventura de verdad. Una aventura que también transita entre la vida y la muerte.

Mi escena favorita es cuando Don José entra al departamento de la mujer desconocida, y pasa lo siguiente:

La puerta chirrió al abrirse, sobresaltando al visitante, repentinamente con dudas sobre la eficacia de la justificación que había pensado dar a la portera en el caso de que lo interpelara. Se deslizó con rapidez al interior de la casa, cerró la puerta con todo cuidado y se encontró en medio de una penumbra densa, a la que le faltaba poco para ser oscuridad. Palpó la pared junto al marco de la puerta, encontró un interruptor, pero prudentemente no lo hizo funcionar, podría ser peligroso encender las luces.

Poco a poco los ojos de don José estaban habituándose a la penumbra, se diría que en situación semejante lo mismo le ocurre a cualquier persona, pero lo que comúnmente no se sabe es que los escribientes de la Conservaduría General, dada la frecuentación regular al archivo de los muertos a que están obligados, adquieren, al cabo de cierto tiempo, facultades de adecuación óptica absolutamente fuera de lo común. Llegarían a tener ojos de gato si no los alcanzase primero la edad de la jubilación.

Aunque el suelo estuviese enmoquetado, don José creyó que sería mejor descalzarse los zapatos para evitar cualquier choque o vibración que pudiese denunciar su presencia a los inquilinos del piso de abajo. Con mil cuidados descorrió los cerrojos de los postigos de una de las ventanas que daba a la calle pero sólo los abrió lo suficiente para que entrase alguna luz. Estaba en un dormitorio. Había una cómoda, un armario, una mesilla de noche. La cama, estrecha, de soltera, como se decía antes. Los muebles eran de líneas simples y claras, lo contrario del estilo bazo y pesado del mobiliario de la casa de los padres. Don José dio una vuelta por las restantes habitaciones del apartamento, que se limitaban a una sala de estar amueblada con los sofás de costumbre y una estantería de libros que ocupaba de extremo a extremo una pared, una habitación más pequeña que servía de despacho, la cocina minúscula, el cuarto de baño reducido a lo indispensable.

Aquí vivió una mujer que se suicidó por motivos desconocidos, que había estado casada y se divorció, que podría haber vuelto a vivir con los padres después del divorcio, pero que prefirió continuar sola, una mujer que como todas fue niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta e indefinible manera, era la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de viva en el Registro Civil junto a los nombres de todas las personas vivas de esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella, que no podría un escribiente tanto. Con las puertas de comunicación interiores todas abiertas, la claridad del día ilumina más o menos la casa, pero don José tendrá que despacharse en la búsqueda si no quiere dejarla a medias. Abrió un cajón de la mesa del despacho, pasó los ojos vagamente por lo que había dentro, le parecieron ejercicios escolares de matemáticas, cálculos, ecuaciones, nada que le pudiese explicar las razones de la vida y de la muerte de la mujer que se sentaba en este sillón, que encendía esta lámpara, que sostenía este lápiz y con él escribía. Don José cerró lentamente el cajón, todavía comenzó a abrir otro pero no llegó al final del movimiento, se detuvo pensando un largo minuto, o fueron solamente uno pocos segundos que parecieron horas, después empujó el cajón con firmeza, después salió del despacho, después se sentó en uno de los sofás de la sala y allí se quedó. Miraba los viejos calcetines zurcidos que traía puestos, los pantalones sin raya un poco subidos, las canillas blancas y delgadas, con escaso vello. Sentía que su cuerpo se acomodaba a la concavidad suave del tapizado y de los muelles del sofá dejada por otro cuerpo, Nunca más se sentará aquí, murmuró. El silencio, que le había parecido absoluto, era cortado ahora por los sonidos de la calle, sobre todo, de vez en cuando, con el paso de un coche, pero había en el aire también una respiración pausada, un latir lento, sería tal vez la respiración de las casas cuando las dejan solas, ésta, probablemente, aún no se percató de que tiene alguien dentro. Don José se dice a sí mismo que aún hay cajones para examinar, los de la cómoda, donde se suelen guardar las ropas más íntimas, los de la mesilla de noche, donde intimidades de otra naturaleza son generalmente recogidas, el armario, piensa que si abre el armario no resistirá al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor. Y están los cajones de la mesa del despacho que no llegó a investigar, y la pequeña cajonera de la estantería, en algún sitio tendrá que estar guardado aquello que busca, la carta, el diario, la palabra de despedida, la señal de la última lágrima. Para qué, preguntó, supongamos que tal papel existe, que lo encuentro, que lo leo, no será por leerlo por lo que los vestidos dejarán de estar vacíos, a partir de ahora los ejercicios de matemáticas no tendrán solución, no se descubrirán las incógnitas de las ecuaciones, la colcha de la cama no será apartada, el embozo de la sábana no se ajustará sobre el pecho, la lámpara de la cabecera no iluminará la página del libro, lo que acabó, acabó. Don José se inclinó hacia delante, dejó caer la frente sobre las manos, como si quisiese seguir pensando, pero no era así, se le habían acabado los pensamientos. La luz se quebró de pronto, alguna nube está pasando en el cielo. En ese momento el teléfono sonó. No se había fijado antes, pero allí estaba, en una pequeña mesa, en un rincón, como un objeto que pocas veces se utiliza. El mecanismo del grabador de llamadas funcionó, una voz femenina dijo el número de teléfono, después añadió, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal. Quien quiera que hubiese llamado, colgó, hay personas que detestan hablarle a una máquina o, en este caso, se trató de una equivocación, de hecho si no reconocemos la voz que sale de la grabadora no merece la pena continuar. Esto habría que explicárselo a don José, que nunca en su vida había visto un aparato de éstos de cerca, aunque lo más probable sería que él no prestase atención a las explicaciones, tan perturbado lo pusieron las pocas palabras que oyó, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal, sí, no está en casa, nunca más estará en casa, quedó apenas su voz, grave, velada, como distraída, como si estuviera pensando en otra cosa cuando realizó la grabación. Don José dijo, Puede ser que vuelvan a telefonear, y con esa esperanza no se movió del sofá durante más de una hora, poco a poco la penumbra de la casa se iba haciendo más densa y el teléfono no sonó más. Entonces don José se levantó, tengo que irme, murmuró, pero antes de salir todavía dio una última vuelta por la casa, entró en el dormitorio, donde había más luz, se sentó un momento en el borde de la cama, una y otra vez deslizó la mano despacio por el embozo bordado de la sábana, después abrió el armario, allí estaban los vestidos de la mujer que había dicho las definitivas palabras, No estoy en casa. Se inclinó hacia ellos hasta tocarlos con la cara, el olor que desprendían podría llamarse olor de ausencia, o será aquel perfume mixto de rosa y crisantemo que de vez en cuando recorre la Conservaduría General.

Bueno no? 

Esos son los libros que he releído en estos meses, pero tiene tantos más. Recuerdo que fue leyendo El año de la muerte de Ricardo Reis que pude imaginar maravillado las calles de Lisboa, encantadora ciudad llena de historia y azulejos por la que tuve la suerte de caminar años después. De hecho leyendo ese libro fue que conocí a Fernando Pessoa. Gracias Saramago.

También tiene un par de libros que se hicieron películas como Blindness, basada en Ensayo sobre la ceguera, o Enemy, que es buenísima, basada en El Hombre duplicado.

Recuerdo que una navidad le regalé a mi padre Ensayo sobre la luz. Fue el mismo año que me hice un tatuaje con el nombre de mi abuela. Ahora que en paz descanse. La vida es realmente un suspiro y se nos va.

Te extraño Mina.

No he leído mucho sobre la vida privada de José Saramago, pero en sus comentarios contra las élites financieras y la desigualdad global, en su defensa del ser humano y sus derechos, en sus batallas contra la iglesia y la censura, en su amor por las palabras y por sus semejantes, solo he podido encontrar admiración.

Aquí termino. Gracias Señor Saramago. Y que el mundo siga escuchando el eco conjuto de sus voces, tan relevante hoy como siempre.


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Lecturas del BosqueBy Camilo Vadillo