Lecturas del Bosque

#2 Mi Planta de Naranja Lima - José Mauro de Vasconcelos


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Algunos comentarios y lectura de un fragmento de una de las obras infantojuveniles más lindas, un clásico de la literatura brasileña.

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Transcripción:


Hola hola, mi nombre es Camilo, y sean bienvenidos a otro episodio de Lecturas del Bosque, un podcast para quien busca buenas historias.

Hoy día quería compartir una historia sobre la ternura de la vida, sobre la amistad, la familia, la muerte, y la resurrección.

A veces, en lo apurado y repetitivo de la vida cotidiana, cuando vemos a un niño, no tenemos la capacidad de ver el mundo a través de él, de reconocer en ese niño al niño que nosotros fuimos alguna vez, de ver las cosas que pasan desde los ojos de ese niño. Y esto no solo pasa en el día a día, sino también cuando vemos a algún niño en alguna película o historia, somos, a veces, incapaces de ver en esos niños justamente lo que los hace niños, más allá de su tamaño, o su aparente falta de entendimiento sobre el mundo real. Muchas veces vemos simplemente una personita chica a la que se le tiene que explicar las cosas, pero no es eso lo que son los niños. Ese aveces puede dura años, puede durar décadas tal vez.. bueno, yo creo que el librito sobre el que quiero hablar hoy, Mi Planta de Naranja Lima, es un libro que nos devuelve la capacidad de ver en los niños, e incluso en nosotros mismos, el infinito poder de la fantasía, de la ternura y del amor.

Mi planta de Naranja es un libro autobiográfico escrito por José Mauro de Vasconcelos, un escritor brasilero que escribió otro libro bellísimo que se llama Rosinha, mi Canoa. Entre paréntesis creo que el termino más aceptado y usado del gentilicio para las personas nacidas en Brasil es brasileño, pero en mi país usamos brasilero y después de consultar con la Real Academia Española puedo confirmar que también es una forma aceptada - lega, digamos - de hablar.

Bueno, José Mauro de Vasconcelos nació en una familia muy pobre de Rio de Janeiro, y como ellos no tenían los recursos para cuidarlo cuando todavía era niño lo mandaron a Natal, en el norte de Brasil para que lo críen sus tios.

En el episodio anterior hablamos sobre el escritor mexicano Juan Rulfo y como tuvo que dedicarse a todo tipo de oficios en su vida, bueno, José Mauro de Vasconcelos es otro de estos escritores que tuvo todo tipo de oficios: fue estudiante de medicina, entrenador de boxeo, cargador de bananas, pescador en el mar, garzón en un local nocturno, modelo para artistas y escultores, profesor de primaría, actor de teatro y quien sabe cuantas cosas más, las malas luengas cuentan de todo, y su vida personal parece más fantasiosa que las de todas sus ficciones.

Sus libros son de un lenguaje muy sencillo, en pero en esa simplicidad se ve reflejado un conocimiento inmenso sobre la vida y las personas, que solo viviendo mucho se puede alcanzar.

En el caso de Mi Planta de Naranja lima, nos cuenta la historia de Zezé, un niño de 5 o 6 años, un niño de una familia muy pobre, que lo unico que quiere es ser niño, ser feliz. En la historia lo acompaños en sus travesuras cotidianas, algunas más graves que otras, lo acompañamos en sus actos de ternura, que es imposible que no nos abriguen el corazón, por ejemplo, en los juegos que inventa para cuidar a su hermanito menor, o en la amistad con su arbolito, que da nombre al libro, o en los gestos de cariño con con su padre desempleado por el que un día lustra zapatos para complarle cigarros y alegrarle un poco, o con su profesora por la que roba flores todos las mañanas, para que no sea la única profesora sin regalos en su escritorio, o con su hermano, 4 años mayor, por el que pelea contra cualquiera con tal de defenderlo,lo acompañamos en su admiración por su incansable madre que mantiene a toda la familia,y es imposible no preguntarse cuántas mujeres como esa hay en Latinoamérica, en el mundo?; pero también lo acompañamos, y no con menos emoción, en los brutales encuentros con las injusticias de la vida, con las que se encuentra dolorosamente temprano, y a las que se enfrenta con la valentía de los más grandes héroes mitológicos, en la que se ve reflejada la inmensa fortaleza de la que es capaz el ser humano, y al mismo tiempo la alegría característica de los países latinoamericanos.

La historia de Zezé transcurre en un barrio de Rio de Janeiro, y en ella podemos ver detalles inconfundiblemente brasileros, pero también es una historia universal, porque es una historia sobre lo importante, sobre lo esencial, eso que la zorra de El Principito nos enseñó que es invisible a los ojos.

Aunque no seamos brasileros, o no hayamos vivido en la pobreza, todos hemos sido, por lo menos un poco, como Zezé: Indomables, llenos de todo tipo de sueños, llenos de bondad, dueños de una sed interminable de cariño, en fin,todos hemos sido niños. Y aunque la vida no haya sido para nosotros tan dura como lo fue para Zezé,creo que ser niño no es fácil para nadie, y, por lo menos en mi caso, mientras más presto atención a mi alrededor, mientras más de cerca me toca convivir con la muerte, me doy cuenta, cada vez más, de lo importante que es la etapa en la que somos niños, de lo profundas que son las marcas que nos dejan esos años, en los que las cosas buenas son las maravillas más grandes y las malas, las tragedias más terribles que pudiesen pasar.

Esa mezcla de maravillas y tragedias es lo que somos. Esas son las herramientas más esenciales que vamos usar para vivir. Sobre ellas es que vamos a construir todas las otras habilidades, o flaquezas, que hacen de nosotros ser como somos en cada situación. Esta medio confusa esa frase, así que la voy a repetir, es sobre nuestras primeras experiencias e historias que construimos todas las otras habilidades, o flaquezas que nos hacen ser lo que somos, en cada situación que nos va tocando vivir.

Ese rencuentro con nosotros mismos al que nos llevá Zezé, hace que después de su historia, nos sea imposible mirar a nuestros hijos, primos, hermanos, sobrinos, o cualquier niño de la calle, de otra forma. Con una empatía que parece nacer hace mucho tiempo, cuando eramos capaces de sorprendernos, de reir, de jugar, incluso de llorar como niños.

Así que por el bien de los niños que viven a su alrededor, voy a leerles un fragmento de la historia de Zezé, para ver si se animan a leer, o a releer Mi Planta de Naranja Lima.


1 EL DESCUBRIDOR DE LAS COSAS

Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba. Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo. Yo no quería saber nada de eso. Si no estuviera en la calle comenzaría a cantar. Cantar sí que era lindo. Totoca sabía hacer algo más, aparte de cantar: silbar. Pero por más que lo imitase no me salía nada. El me dio ánimo diciendo que no importaba, que todavía no tenía boca de soplador. Pero como yo no podía cantar por fuera, comencé a cantar por dentro. Era raro, pero luego era lindo. Y estaba recordando una música que cantaba mamá cuando yo era muy pequeñito. Ella se quedaba en la pileta, con un trapo sujeto a la cabeza para resguardarse del sol. Llevaba un delantal que le cubría la barriga y se quedaba horas y horas, metiendo la mano en el agua, haciendo que el jabón se convirtiera en espuma. Después torcía la ropa e iba hasta la cuerda. Colgaba todo en ella y suspendía la caña. Hacía lo mismo con todas las ropas. Se ocupaba de lavar la ropa de la casa del doctor Faulhaber para ayudar en los gastos de la casa. Mamá era alta, delgada, pero muy linda. Tenía un color bien quemado y los cabellos negros y lisos. Cuando los dejaba sueltos le llegaban hasta la cintura. Pero lo lindo era cuando cantaba y yo me quedaba a su lado aprendiendo.

Hasta ahora esa música me daba una tristeza que no sabía comprender. Totoca me dio un empujón. Desperté. —¿Qué tienes, Zezé? —Nada. Estaba cantando. —¿Cantando? —Sí. —Entonces debo estar quedándome sordo. ¿Acaso no sabría que se podía cantar para dentro? Me quedé callado. Si no sabía yo no iba a enseñarle. Habíamos llegado al borde de la carretera Río-San Pablo. Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas. —Mira, Zezé, esto es importante. Primero se mira bien. Mira para uno y otro lado. ¡Ahora! Cruzamos corriendo la carretera. —¿Tuviste miedo? Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza. —Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste. Volvimos. —Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estás siendo un hombrecito. Mi corazón se aceleró. —Ahora. Vamos. Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que volviera. —Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Pero te olvidaste de algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si viene un coche. No siempre voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practicar más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa. Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba impresionado con la conversación. —Totoca. —¿Qué pasa? —¿La edad de la razón pesa? —¿Qué tontería es ésa? —Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era "precoz" y que en seguida iba a entrar en la edad de la razón. Y no siento ninguna diferencia. —Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza. —El no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño. —¿Por qué con corbata de moño? —Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo me muestra retratos de poetas en una revista, todos tienen corbata de moño. —Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio "tocado". Medio mentiroso. —¿Entonces él es un hijo de puta? —¡Mira que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras! Tío Edmundo no es eso. Yo dije "tocado", medio loco. —Pero dijiste que él era mentiroso. —Una cosa no tiene nada que ver con la otra. —Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: "El hijo de puta del viejo miente como el diablo". . . Y nadie le pegó.

—La gente grande sí puede decirlo, no es malo. Hicimos una pausa. —Tío Edmundo no es. . . ¿Qué quiere decir "tocado" Totoca? El hizo girar el dedo en la cabeza. —No, él no es eso. Es bueno, me enseña de todo, y hasta hoy solamente me dio una palmada y no fue con fuerza. Totoca dio un salto. —¿Te dio una palmada? ¿Cuándo? —Un día que yo estaba muy travieso y Gloria me mandó a casa de Dindinha. El quería leer el diario y no encontraba los anteojos. Los buscó, furioso. Le preguntó a Dindinha, y nada. Los dos dieron vuelta al revés a la casa. Entonces le dije que sabía dónde estaban, y que si me daba una moneda para comprar bolitas se lo decía. Buscó en su chaleco y tomó una moneda: —Ve a buscarlos y te la doy. —Fui hasta el cesto de la ropa sucia y los encontré. Entonces me insultó diciéndome: "Fuiste tú sinvergüenza". Me dio una palmada en la cola y me quitó la moneda. Totoca se rió. —Te vas allá para que no te peguen en casa y te pegan ahí. Vamos más rápido, si no nunca llegaremos. Yo continuaba pensando en tío Edmundo. —Totoca, ¿los chicos son jubilados? —¿Qué cosa? —Tío Edmundo no hace nada y gana dinero. No trabaja y la Municipalidad le paga todos los meses. —¿Y qué? —Que los chicos tampoco hacen nada, y comen, duermen y ganan dinero de los padres. —Un jubilado es diferente, Zezé. Jubilado es el que trabajó mucho, se le puso el pelo blanco y camina despacio, como tío Edmundo. Pero dejemos de pensar en cosas difíciles. Que te guste aprender con él, vaya y pase. Pero conmigo, no. Haz como los otros chicos. Hasta di malas palabras, pero deja de llenarte la cabeza con cosas difíciles. Si no, no salgo más contigo. Me quedé medio enojado y no quise conversar más. Tampoco tenía ganas de cantar. Ese pajarito que cantaba desde adentro había volado bien lejos. Nos detuvimos y Totoca señaló la casa. —Es ésa, ahí. ¿Te gusta? Era una casa común. Blanca, de ventanas azules, toda cerrada y silenciosa. —Me gusta. Pero ¿por qué tenemos que mudarnos acá? —Siempre es bueno mudarse. Por la cerca nos quedamos observando una planta de "mango" de un lado, y una de tamarindo, de otro. —Tú, que quieres saberlo todo, ¿no te diste cuenta del drama que hay en casa? Papá está sin empleo, ¿no es cierto? Hace más de seis meses que se peleó con mister Scottfield y lo dejaron en la calle. ¿No viste que Lalá comenzó a trabajar en la Fábrica? ¿No sabes que mamá va a trabajar al centro, en el Molino Inglés? Pues bien, bobo, todo eso es para juntar algún dinero y pagar el alquiler de la nueva casa. La otra hace ya como ocho meses que papá no la paga. Tú eres muy chico para saber cosas tristes, como ésta. Pero yo voy a tener que acabar ayudando en la misa para ayudar en casa. Se quedó un rato en silencio. —Totoca, ¿van a traer la pantera negra y las dos leonas? —Claro que sí. Y el esclavo es quien tendrá que desmontar el gallinero. Me miró con cierto cariño y pena. —Yo soy el que va a desmontar el jardín zoológico y armarlo de nuevo aquí.

Quedé aliviado. Porque, si no, yo tendría que inventar algo nuevo para jugar con mi hermanito más chico, Luis. —Bien, ¿viste cómo soy tu amigo, Zezé? Entonces no te cuesta nada contarme cómo fue que conseguiste "aquello"... —Te juro, Totoca, que no sé. De veras que no sé. —Estás mintiendo. Estudiaste con alguien. —No estudié nada. Nadie me enseñó. Solo que sea el diablo, que según Jandira es mi padrino, el que me haya enseñado mientras yo dormía. Totoca estaba sorprendido. Al comienzo hasta me había dado coscorrones para que le contara. Pero yo no podía contarle nada. —Nadie aprende solo esas cosas. Pero se quedaba confundido porque realmente no había visto a nadie enseñándome nada. Era un misterio. Fui recordando algo que había pasado la semana anterior. La familia se quedó muy sorprendida. Todo había comenzado cuando me senté cerca de tío Edmundo, en casa de Dindinha, mientras él leía el diario. —Tiíto. —¿Qué, mi hijo? Empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la gente vieja. —¿Cuándo aprendiste a leer? —Más o menos a los seis o siete años de edad. —¿Y alguien puede leer a los cinco años? —Poder puede. Pero a nadie le gusta hacer eso cuando todavía es muy pequeño. —¿Cómo aprendiste a leer? —Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo "B" más "A": "BA". —¿Todo el mundo tiene que hacerlo así? —Que yo sepa, sí. —¿Pero todo, todo el mundo, sí? Me miró intrigado. —Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame terminar la lectura. Ve a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta. Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura. Pero no salí de mi rincón. —¡Qué pena!. . . La exclamación sonó tan sentida que de nuevo se llevó los anteojos hacia la punta de la nariz. —No puede ser, cuando te empeñas en una cosa. . . —Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para contarte algo. . . —Entonces vamos, cuenta. —No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación. —Pasado mañana. Sonrió suavemente, estudiándome. —¿Y cuándo es pasado mañana? —El viernes. —Y el viernes ¿no vas a querer traerme un "Rayo de Luna", del centro? —Vamos despacio, Zezé. ¿Qué es un "Rayo de Luna"?

—Es el caballito blanco que vi en el cine. Su dueño es Fred Thompson. Es un caballo amaestrado. —¿Quieres que te traiga un caballito de ruedas? —No. Quiero ese que tiene cabeza de madera con riendas. Que la gente le pone un cabo y sale corriendo. Necesito entrenarme porque voy a trabajar después en el cine. Continuó riéndose. —Comprendo. Y si te lo traigo ¿qué gano yo? —Te doy una cosa. —¿Un beso? —No me gustan mucho los besos. —¿Un abrazo? Lo miré con mucha pena. Mi pajarito de adentro me dijo una cosa. Y fui recordando otras que había escuchado muchas veces. . . Tío Edmundo estaba separado de la mujer y tenía cinco hijos. . . Vivía tan solo y caminaba tan despacio, tan despacito. . . ¿Quién sabe si no caminaba despacio porque tenía nostalgia de sus hijos? Ellos nunca venían a visitarlo. Rodeé la mesa y apreté con fuerza su cuello. Sentí su pelo blanco rozar mi frente con mucha suavidad. —Esto no es por el caballito. Lo que voy a hacer es otra cosa. Voy a leer. —Pero, ¿tú sabes leer, Zezé? ¿Qué cuento es ése? ¿Quién te enseñó? —Nadie. —No me mientas. Me alejé y le comenté desde la puerta: —¡Tráeme mi caballito el viernes y vas a ver si leo o no!. . .  

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Lecturas del BosqueBy Camilo Vadillo