Lecturas del Bosque

#22 Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar - Luis Sepúlveda


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En Marzo hice un episodio sobre la Historia Interminable, y dije que era uno de esos libros indispensables que va creciendo conmigo, bueno, este otro de esos libros.


En la portada dice que es un libro para niños de 8 a 88 años, y creo que esa es la mejor descripción que se puede hacer de este librito.


Es una historia escrita de una manera tan simple y con una sensibilidad tan auténtica y sincera que tiene el poder de conectarnos con esa primerísima esencia que nos hace humanos.


Es una historia sobre nuestro innato deseo de pertenencia, sobre la diversidad, sobre la familia, la amistad, la resiliencia y la paciencia, sobre la muerte, y sobre el amor.


El otro día lo compré para leerlo con Aurelio, y sobre la historia en sí, no hay mayor misterio, en el nombre ya está todo, es la historia de un gato que tiene que ver cómo le va a enseñarar a volar a una gaviota. No es un libro que se lea para saber cuál es el final, sino para saber cómo fue que pasó todo.


Es una historia de lo que se llama “rito de iniciación”. Es el tipo de historia en el que uno de los personajes a través de un viaje de aprendizaje y transformación tiene que pasar de una fase de la vida a otra. Por ejemplo cuando un adolescente que tiene que convertirse en hombre, o cuando alguien tiene que aceptar la muerte de un ser querido, o en el caso de esta gaviota, tiene que aprender a volar, y en el caso del gato, tiene que aprender a enseñar.


Fui leyendo el libro poco a poco con Aurelio hasta que nos faltaban más o menos unos 3 o 4 capítulos para terminar. Entonces ya no pude aguantar leerlo de a poco y una mañana me lo llevé al trabajo y lo terminé de leer en el metro, claro que después lo leí con Aurelio también, pero ese rato quería terminar de una vez.


Y me desbordó. Mientras iba en el metro leía cómo el gato hacía lo imposible para cumplir sus promesas, y como la gaviotita con el corazón inflamado de miedo y de emoción, tambaleaba sus patitas la noche de lluvia en la que aprendió a volar. Me desbordó ese sentimiento de conexión con esa esencia de la que estaba hablando. Me desbordó, y de repente en medio de ese metro lleno de adultos apurados yendo a trabajar, no pude evitarlo y me puse a llorar.


Cuando leí el libro siendo niño no me había pasado nada de eso. Había sido simplemente la bonita historia de una gaviota que quería volar.

Ese es uno de los misterios de los libros que van creciendo con uno. Es diferente cada vez.


Hacer este episodio puede que sea un intento de entender mejor cuál es esa esencia, y de acercarme un poco a ese misterio.


Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, fue el primer libro que leí solo, sin ayuda de un adulto. Ya había leído cuentos cortos yo solito, pero ese fue el primer libro que yo consideraba “ de verdad”. 

Creo que tenía unos 11 años y compartía el cuarto con mi hermano Sabastián. Yo acababa de volver de vivir uno de mis mejores años, en La Paz, con mi padre y con Mónica, que se quedaron por allá todavía unos meses más. Ahora vivíamos en una casa a la que le decíamos “ el tefren” porque estaba al frente de la casa de Yoyó. Y en esa época hablabamos al revés muchas palabras. En realidad vivíamos en las dos casas. Teníamos un patio que recuerdo ser enorme, con tres o cuatro árboles de manga y una perra que se llamaba Sandunga. En esa casa mi madre tenía su taller de serigrafía, y una marca que se llamaba Borequi, que vendía ropa y accesorios para turistas.


Entre tantas cosas me acuerdo que un día cayó un loro tuerto y viejo, con aires de pirata, que no sé si se quedó o se tuvo que quedar a vivir con nosotros, y que en un sillón rojo con líneas amarillas que traspasaban pequeños cuadrados azules, mi madre se sentaba a escuchar música y comer jalapeños, esperando que nazca mi hermana Lucía. 


En esa casa Yoyó nos contaba aventuras legendarias de Chano Mentira, de su amigo al que le decían Perro y de su hermano Polo, al que le encantaba comer pan con palta.


Fue ahí también donde una navidad recibí de regalo la bicicleta que me cambió la vida. Una bici es una máquina de independencia y libertad para cualquier persona. Con esa bicicleta viví muchos de mis más preciados recuerdos con mi padre, con Yoyó, con Sebastián, con mi tío Chichín, con mi primo Don Diego… con el que hacíamos cada cosa, cosas que nadie debería hacer en bicicleta a ninguna edad… Cuando nos mudamos a otra casa, en la calle Guayacán, fue con esa bicicleta que descubrí el nuevo barrio y me hice amiguísimo de Kiu. Incluso fué en esa bici que di mi primer beso. Yo no sé si Kiu algún día escuchará esto, pero yo creo que él sabe que guardo con muchísimo cariño las conversaciones, nuestros paseos en bici por calles conocidas y por conocer, nuestras noches de ajedrez, el básquet uno a uno, la comida de su abuelo y el infinito afecto que me dió toda su familia. 


Esa bici me esperó fielmente en un garaje cuando nos fuimos a vivir con mi padre a Guatemala, que significa lugar de muchos árboles. En Guatemala ví las cosas que más me han impresionado en este mundo terrenal. La primera y la más impresionante, es como se levantan las ruinas de Tikal en medio de esos árboles enormes y majestuosos. Y la segunda fue cuando una tarde, volviendo de comprar alguna cosa, de repente el cielo se enrojeció y vimos el poder de un volcán haciendo erupción.


En Guatemala nos hicimos muy amigos de Diego y su familia y desde esa época comenzó a pasar sus vacaciones en nuestra casa en Bolivia. Con Diego hemos compartido tanto, se hizo primo de mis primos y amigo de mis amigos, hicimos exploraciones al país de las sirenas, y varios años más tarde compartió conmigo otro de mis mejores años, en el sur de Dinamarca. 


Cuando volvimos de Guatemala, nos mudamos de casa de nuevo, nos fuimos a un barrio que se llama Cataluña, que fue el lugar en el que más he vivido, y donde más cosas me han pasado. 


Pero fue justamente en ese barrio que fui dejando de ser el niño que leyó la historia de la gaviota y del gato que le enseñó a volar. Por eso la mayoría de esas cosas ya no entran en este relato.. por ejemplo el famosísimo proyecto de mi amigo Maki, de exportar plátano verdes al Japón, o el haber podido entrenar durante la pandemia con Paku, Alonzo, Lorenzo y Papitowski en un tatami armado en el patio de la casa de mi madre.


En fin, por ser las cosas como son, en Cataluña fui dejando de ver a mis amigos del otro barrio, fui dejando de andar en bici, y la bicicleta dejó de ser importante en mi vida durante unos 10 años. Esa mi bici de mil batallas mi madre se la regaló a Pedro, el jardinero del barrio, que aunque ahora ya tiene otras, la sigue usando más de 20 años después. 


En Cataluña conocí a Tanja, a Verónica, a Laura, a Alejandra, a Paola…fui parte de las chicas del barrio, y crecimos juntos. Que suerte haberlas tenido, que suerte tenerlas todavía.

Me acuerdo que Vero silbaba desde la puerta para salir a darle vueltas y vueltas al barrio. Silbaba porque las casas no tienen ni timbre ni candados. Y como yo nunca aprendí a silbar, desde su puerta gritaba Tanjjjjaaaa cuando la iba a buscar. No teníamos celulares. Cómo no estar agradecido con la vida. Hacíamos fogatas, le poníamos nombre a las estrellas, inventábamos historias entre varios, probamos dell ron barato, aprendíamos a bailar.

Crecimos Juntos.

Incluso después Tanja fue conmigo a la Universidad y con Vero hasta vivimos en la misma casa un par de años.  


Hoy tengo 37 años y desde mis 13 que les hablo cuando algo va bien, cuando algo va mal. Aunque sea de lejos, me alegra tenerlas todavía.


En la casa de Vero y de Tanja fue donde yo conocí a Stephi, años más tarde nos terminamos mudando a un departamento cerca de la casa del tefren justamente.


Antes de que nazca Aurelio alquilamos una casa en Cataluña y al día siguiente que nació nos mudamos. 


Fue así que en la tercera casa del barrio, Aurelio conoció el asombro. Nunca me voy a olvidar de sus ojos abiertos de par en par, viendo el baile que hacen las hojas al son del viento.


Ese niño que fuí la primera vez que leí la historia del gato y de la gaviota, nunca habría podido imaginar que le iban a pasar todas esas cosas y mucho más, para terminar convirtiéndose en este hombre más o menos mediocre que ahora soy. Que un día iba a tener un hijo bávaro al que amaría más que a nada en este mundo y que haría cualquier cosa con tal de enseñarle a volar.


Así como hacían con él, así como hicieron conmigo.

Gracias.


Esa es la esencia con la que me conecta esta bellísima historia que Luis Sepúlveda escribió en la Selva Negra alemana. 


Para terminar, el poemita “Las Gaviotas” de Bernardo Atxaga que también aparece en el libro:


Pero su pobre corazón

- Que es el de los equilibristas - 

Por nada suspira tanto

Como por esa lluvia tonta

Que casi siempre trae viento

Que casi siempre trae sol.

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Lecturas del BosqueBy Camilo Vadillo