Lecturas del Bosque

#27 El viejo y el mar - Ernest Hemingway


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El viejo y el mar es una historia sobre cómo encarar la vida. Confieso que la primera vez que la leí - cuando tenía unos 20 años- me aburrió un poco. No veía nada de glorioso, o entretenido, en la historia de un pescador que ya no podía pescar.

La volví a leer hace unas semanas porque me la regaló Stephi para mi cumpleaños. Y aunque ya sabía cómo acababa la historia, esta vez acompañé el viaje del pescador con entusiasmo, y disfruté mucho más de la narración y del lenguaje; especialmente cuando Hemingway cuenta cómo el pescador siempre pensaba en el mar como la mar. “Que es como la llaman en español, cuando la aman”. Y nos explica cómo los más jóvenes, con lancha a motor, o los que se referían al mar como un lugar específico o hasta como un enemigo, le decían el mar, a diferencia del viejo y los que la aman, que la ven como una entidad encantadora y misteriosa que esconde tesoros, y que si hace cosas terribles, es solo porque no puede evitarlo. 

¿Qué lindo no? En una cosa tan simple expresa ese hechizo que desde siempre ejerce el mar en algunos hombres. 

Sin embargo, mientras avanzaba la historia y los tiburones iban haciendo pedazos a su maravilloso pez espada, me encontré otra vez decepcionado. Y aunque racionalmente entendía el estoicismo y la dignidad de su batalla, de alguna forma yo seguía sintiendo la historia incompleta, por lo menos en mi interior. Algo no cuajaba.

El viejo y el mar es una historia sobre cómo encarar la vida y racionalmente yo entendía que sí, que en cualquier cosa que uno haga, no podemos juzgarnos por el resultado, sino por haber dado lo mejor que uno tiene para dar. Pero en mi interior un sentimiento me seguía diciendo, ¿para qué tanto alboroto? 

Yo quería que el viejo gane, como un triunfo simbólico del hombre frente a la vida, frente al mundo. Y me desesperaba verlo pelear y perder. No podía entender - emocionalmente - que es justamente eso lo que hace grande a la historia.

Otra posibilidad de por qué me sentía decepcionado, o aburrido con el libro, puede ser porque siempre me gustaron las historias en las que suceden muchas cosas, ya sea en la realidad ficticia o en el mundo interior de los personajes. Solo hace falta ver algunas de las que he comentado aquí en el podcast: tenemos la espectacular extravagancia de García Márquez, o el color apasionado en los personajes de Jorge Amado, o el duelo a cuchilladas de Saramago con Dios y con la muerte. De alguna manera la historia de este pescador, sólo en el mar, con pocas palabras y sin ninguna explicación, no clasificaba. Al llegar al final no sentía esa catarsis de la que hablaba en el episodio de Madame Bovary y que uno siente con la muerte de Emma, o cuando Saramago le hace decir a Jesús en la cruz: “hombres, perdonadle porque no sabe lo que hace”, o cuando nuestro queridísimo capitán de ultramar se salva de la vergüenza y el escarnio, o cuando descubrimos que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían otra oportunidad sobre la tierra.

Ahora que pienso en eso, creo que la culpa no es del pescador. Sino de esa forma que tiene Hemingway de esconder la historia dentro de la historia. De su famoso iceberg. Yo no sentía el poder de lo que no se dice. En mi caso parece que tomó bastante tiempo de reflexión inconsciente para que la historia haga efecto en mí. 

Pero entonces pasaron dos cosas. La primera y la más importante, es que unas dos semanas después de leer el libro, un día desperté pensando en la historia del viejo y el mar. Como si la hubiese soñado. Y en ese estado de trance en que nos tiene la vigilia, sentí como una revelación o una epifanía. Esas cosas pasan. No sé cómo, pero de repente sentí de verdad la lucha de Santiago. Nada había cambiado racionalmente en mi entendimiento de su historia; sin embargo, Santiago ya no era para mí un pobre pescador, sino un héroe atemporal. De repente entendí que el mismo Hemingway, que había sido el mito personificado de esa forma de vivir apasionada y llena de todo tipo de aventuras; que había sido héroe de guerra, que cazaba leones en África, que salvaba toreros, que ganaría un premio Nobel, etc. Él mismo, probablemente habría preferido ser ese nuestro viejo de manos partidas y voluntad de hierro.

Entonces, todavía dormido sentí el coro de voces que hoy critican lo que Hemingway y Santiago representan. Hasta que apareció el ser original sobre el que mi madre me cuenta, y con su voz de trueno preguntó: ¿cómo querés encarar la vida?

Y de pronto me sentí en paz con el final, y se fue la decepción que sentía con los tiburones y con el pez perdido; a veces no se puede contra el mundo, a veces no da. Pero el alboroto vale la pena, porque está cargado de significado y de sentido. 

Lo segundo que pasó para que El viejo y el mar tenga un efecto total en mí, fue que leí Las nieves del Kilimanjaro, para un programa que estamos queriendo hacer con mi amigo Ángel Careaga en el que pensamos conversar sobre cuentos cortos.

Las nieves del Kilimanjaro me encantó a la primera, y funcionó como un espejo que refleja lo opuesto que el viejo el mar. El cuento comienza con la siguiente nota: 

“El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.895 metros de altura, y se dice que es la más alta de África. Su cima occidental se llama, en masai, Ngàje Ngài, la Casa de Dios. Cerca de la cima occidental hay el cadáver seco y congelado de un leopardo. Nadie ha explicado qué buscaba el leopardo a tal altura.”

Ese detalle me pareció absolutamente genial. Tan simple. Sin ninguna otra explicación. Nunca más se menciona al leopardo. Pero su presencia queda y se siente en todo el cuento. 

La historia trata de un escritor que se está muriendo de gangrena en algún lugar entre Kenia y Tanzania. Mientras la gangrena avanza, el tipo va recordando su vida llena de experiencias, desde su infancia en Estados Unidos, hasta las guerras de Europa, pasando por burdeles en Constantinopla, pesca en la selva negra, y clásicos enredos de amor y soledad. El tipo ha vivido mucho, pero mira hacia atrás con cierto arrepentimiento. Siente que perdió su esencia al quedarse con una mujer a la que realmente no ama y con la que comparte el aletargado mundo de los ricos.

Recuerda una vida que parece alucinante, envidiable; pero que se siente vacía, carente de significado y de sentido. 

Recuerda su vida y se arrepiente de no haber escrito sobre lo que vivió. Tal vez sea eso lo que le roba el sentido. Él, que había vivido tanto, pero siendo escritor no lo había escrito. Y ahora ya no hay tiempo.

¿Cómo queremos encarar la vida?

Yo creo he intentado pasar por esta vida absorbiendo apasionadamente lo que este mundo tiene para ofrecer, siempre con hambre de aprender y de vivir; y siempre vi de una forma más o menos peyorativa ese estilo de vida de los Hobbits, que temen la aventura, que viven en la comodidad de sus acogedoras cuevas bajo el suelo, atentos a la hora comer torta y de tomar té.

Siempre imaginé, que cuando cuando sea viejo y esté cerca del final, podré mirar para atrás y decirme que he visto los paisajes de este mundo, que aprendido la historia de su gente; que he vivido en diferentes lugares, conociendo sus idiomas y sus culturas, disfrutando - o sufriendo- de su humor y sus comidas, y ganándome su amor. 

Y todo eso es muy bonito, pero a la hora de la verdad puede quedar en una nadería si carece de significado y de sentido.

Frente al cinismo y a la posibilidad de semejante vacío, el leopardo sigue allá arriba, invencible, igual que nuestro pescador en el mar. 

Y nosotros, ¿cómo queremos encarar la vida? 

Solo hay una respuesta posible: con coraje.

¿Y qué es el coraje? 

Es gracia bajo presión. 

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Lecturas del BosqueBy Camilo Vadillo