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Juan David Betancur
[email protected]
Había una vez un funcionario público que había trabajado decenas de años en la misma organización y siempre ejerciendo el mismo trabajo. El funcionario tenia un trabajo de escritorio muy rutinario, y había hecho de la rutina su alma gemela. Siempre se levantaba a la misma hora por lo que nunca tenía que usar un despertador. Desayunaba café, tostadas y huevo todos los días, se duchaba a la misma hora y salía de su pequeño apartamento a la misma hora después de prepararse un sanduche de jamon y queso para ser consumido durante su hora de almuerzo.
Caminaba 2 cuadras y en la esquina esperaba el tranvía que siempre pasaba puntual. Se subía al tranvía, pagaba con dos monedas sin saludar al conductor, y siempre se sentaba en la última fila donde sabía que nadie se sentaba.
Después de 10 minutos exactos, llegaba al centro de la ciudad y apeándose del tranvía caminaba 35 metros hasta que entraba en el oscuro edificio de correos donde servía de supervisor de envios de paquetes terrestres.
Allí se sentaba en su oscuro escritorio rodeado de condecoraciones laborales que había recibido durante sus 35 años de servicio en el servicio postal. Durante el día recibía reportes en su computador de los despachos de paquetes terrestres y su función requería tomar nota de los números de paquetes enviados por las diferentes localidades, sumarlos y consolidar el numero, luego preparar un informe que representaba en forma numérica y en gráficos el movimiento de paquetes de cada una de las localidades y el total por la región. Este informe era preparado meticulosamente y distribuido a nivel nacional. Aunque nadie nunca le confirmo que fuera leído o utilizado por alguien en la dirección nacional postal.
Luego de salir a almorzar a un parque cercano y de comer como todos los días de sus últimos 35 años su sanduche de jamón y queso, el funcionario publico caminaba los 167 pasos que lo separaban de su edificio, subía los mismo 4 pisos y finalmente se instalaba de nuevo en su silla y su escritorio.
Horas más tarde, cuando el reloj de la catedral marcaba los 5 campanazos de las 5 de la tarde, el funcionario público se levantaba de su escritorio y con paso apresurado se dirigía de nuevo a la esquina de su edificio y esperaba allí el paso de aquel tranvía que siempre pasaba puntualmente a las 5:18 de la tarde.
Pero aquella Tarde sintió que algo era diferente. Sintió un gran alivio en su interior. Cuando salió de su oficina y caminaba por los pasillos del edificio nadie lo miro, nadie lo detuvo y nadie se despidió de el. Su caminar era totalmente libre. Y cuando salió del edificio a las carreras hacia la esquina donde paraba el tranvía casi que volaba. Y el tranvía llego como siempre puntual. Las 5:18 pm, salto en el y como de costumbre nadie lo miro, el conductor con su gorra azul no le dijo nada, nadie alzo la vista a observarlo mientras recorria el tranvia en busca de su puesto al final.
Y una vez se sentó, sintió de nuevo esa sensación de ingravidez. Esa sensación de libertad. Hoy era su día. La felicidad comenzó a invadirlo y se sintió pletórico. Y allí mientras el tranvía recorria el trayecto de regreso hasta el destartalado edificio donde quedaba el pequeño apartamento comenzó a tener una duda. Una duda que de todas maneras le amargaba el momento de jubilo. Comenzo a preguntarse cuando sucedería. Cuando se darian cuenta en su oficina que el había muerto allí sentado en su escritorio frente a su computador.
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Había una vez un funcionario público que había trabajado decenas de años en la misma organización y siempre ejerciendo el mismo trabajo. El funcionario tenia un trabajo de escritorio muy rutinario, y había hecho de la rutina su alma gemela. Siempre se levantaba a la misma hora por lo que nunca tenía que usar un despertador. Desayunaba café, tostadas y huevo todos los días, se duchaba a la misma hora y salía de su pequeño apartamento a la misma hora después de prepararse un sanduche de jamon y queso para ser consumido durante su hora de almuerzo.
Caminaba 2 cuadras y en la esquina esperaba el tranvía que siempre pasaba puntual. Se subía al tranvía, pagaba con dos monedas sin saludar al conductor, y siempre se sentaba en la última fila donde sabía que nadie se sentaba.
Después de 10 minutos exactos, llegaba al centro de la ciudad y apeándose del tranvía caminaba 35 metros hasta que entraba en el oscuro edificio de correos donde servía de supervisor de envios de paquetes terrestres.
Allí se sentaba en su oscuro escritorio rodeado de condecoraciones laborales que había recibido durante sus 35 años de servicio en el servicio postal. Durante el día recibía reportes en su computador de los despachos de paquetes terrestres y su función requería tomar nota de los números de paquetes enviados por las diferentes localidades, sumarlos y consolidar el numero, luego preparar un informe que representaba en forma numérica y en gráficos el movimiento de paquetes de cada una de las localidades y el total por la región. Este informe era preparado meticulosamente y distribuido a nivel nacional. Aunque nadie nunca le confirmo que fuera leído o utilizado por alguien en la dirección nacional postal.
Luego de salir a almorzar a un parque cercano y de comer como todos los días de sus últimos 35 años su sanduche de jamón y queso, el funcionario publico caminaba los 167 pasos que lo separaban de su edificio, subía los mismo 4 pisos y finalmente se instalaba de nuevo en su silla y su escritorio.
Horas más tarde, cuando el reloj de la catedral marcaba los 5 campanazos de las 5 de la tarde, el funcionario público se levantaba de su escritorio y con paso apresurado se dirigía de nuevo a la esquina de su edificio y esperaba allí el paso de aquel tranvía que siempre pasaba puntualmente a las 5:18 de la tarde.
Pero aquella Tarde sintió que algo era diferente. Sintió un gran alivio en su interior. Cuando salió de su oficina y caminaba por los pasillos del edificio nadie lo miro, nadie lo detuvo y nadie se despidió de el. Su caminar era totalmente libre. Y cuando salió del edificio a las carreras hacia la esquina donde paraba el tranvía casi que volaba. Y el tranvía llego como siempre puntual. Las 5:18 pm, salto en el y como de costumbre nadie lo miro, el conductor con su gorra azul no le dijo nada, nadie alzo la vista a observarlo mientras recorria el tranvia en busca de su puesto al final.
Y una vez se sentó, sintió de nuevo esa sensación de ingravidez. Esa sensación de libertad. Hoy era su día. La felicidad comenzó a invadirlo y se sintió pletórico. Y allí mientras el tranvía recorria el trayecto de regreso hasta el destartalado edificio donde quedaba el pequeño apartamento comenzó a tener una duda. Una duda que de todas maneras le amargaba el momento de jubilo. Comenzo a preguntarse cuando sucedería. Cuando se darian cuenta en su oficina que el había muerto allí sentado en su escritorio frente a su computador.