Una noche de 2005, Emilio Onfrey tomó piscolas y champagne y se encontró con una escultura valuada en medio millón de dólares. La Policia chilena apuntó a una banda internacional de ladrones de obras de arte. El fiscal de la causa ordenó cerrar las aduanas de todo el país. Y Emilio, mirando los noticieros que contaban la noticia, decía “Yo no soy un ladrón; yo soy un artista”.