Brisa vivía en un pequeño pueblo costero, donde el mar parecía abrazar la orilla en un constante susurro. Desde niña, había sentido una conexión profunda con las olas y el viento. Siempre caminaba por la playa al atardecer, cuando el cielo se teñía de naranja y el aire se volvía más suave. Era su momento de paz, su refugio, donde podía pensar en todo y en nada a la vez.