El crecimiento espiritual es un llamado profundo que Dios siembra en cada uno de nuestros corazones. No es simplemente adquirir conocimientos religiosos o cumplir con ciertas prácticas externas, sino permitir que Cristo viva en nosotros y transforme nuestro ser desde dentro.
San Pablo nos recuerda: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Este es el corazón del crecimiento espiritual: dejar que el Espíritu Santo nos moldee a imagen del Hijo, en fidelidad, humildad y amor.
En la vida diaria, este crecimiento se manifiesta en pequeñas decisiones: orar con más sinceridad, confiar más en la Providencia divina, perdonar con mayor generosidad, y amar sin esperar nada a cambio. No es un camino fácil ni rápido, pero es el único que lleva a la verdadera plenitud.
Los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Reconciliación, son fuentes de gracia imprescindibles. La lectura orante de la Palabra de Dios (lectio divina), el acompañamiento espiritual y la vida en comunidad también son pilares fundamentales para avanzar en este camino.
Recordemos que no estamos solos. María, nuestra Madre, nos acompaña y nos enseña a guardar todo en el corazón y a confiar. Los santos nos inspiran y muestran que es posible vivir plenamente en Dios aún en medio de nuestras debilidades.