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Qué paradoja tan escalofriante. Nosotros, que hemos sido llamados a seguir al Médico Divino, Aquel que nunca ignoró una herida y que se especializó enrestaurar lo que el mundo daba por perdido. Y sin embargo, la acusación persiste, porque con demasiada frecuencia, la hemos hecho realidad.
No los matamos con espadas de acero, sino con armas a veces más letales: con las balas silenciosas del juicio, con los cuchillos afilados del chisme que desangran la reputación, o peor aún, con el frío vendaje de la indiferencia, dejando que la herida de un hermano se infecte en la soledad de su vergüenza.
By José Nuñez DiéguezQué paradoja tan escalofriante. Nosotros, que hemos sido llamados a seguir al Médico Divino, Aquel que nunca ignoró una herida y que se especializó enrestaurar lo que el mundo daba por perdido. Y sin embargo, la acusación persiste, porque con demasiada frecuencia, la hemos hecho realidad.
No los matamos con espadas de acero, sino con armas a veces más letales: con las balas silenciosas del juicio, con los cuchillos afilados del chisme que desangran la reputación, o peor aún, con el frío vendaje de la indiferencia, dejando que la herida de un hermano se infecte en la soledad de su vergüenza.