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Desde la Diócesis de Tui-Vigo, a través de la Vicaría de Pastoral y la delegación de Medios de Comunicación Social, te proponemos este itinerario de espiritualidad para rezar con el Evangelio de cada día desde la Cuaresma hasta Pentecostés.
Reflexión escrita por el sacerdote diocesano Guillermo Juan Morado.
Música © Mingos Lorenzo.
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Ante Pilato Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.
Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.
La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.
Como escribe el apóstol San Pablo: Cristo, por nosotros, “se sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre”. El Señor aparece así como el modelo perfecto de las disposiciones que hemos de tener los cristianos, haciendo nuestros “los sentimientos propios de Cristo Jesús”.
El ayuno del Viernes Santo nos permite recordar que somos hombres hambrientos de salvación; y que nuestra hambre se verá saciada con la vida nueva que nos regala Cristo Resucitado, cuando el gozo de la Pascua ilumine las tinieblas de la noche y nos haga vislumbrar “la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste inmortal”, el “santo y feliz Jesucristo”.
By Diocese Tui-VigoDesde la Diócesis de Tui-Vigo, a través de la Vicaría de Pastoral y la delegación de Medios de Comunicación Social, te proponemos este itinerario de espiritualidad para rezar con el Evangelio de cada día desde la Cuaresma hasta Pentecostés.
Reflexión escrita por el sacerdote diocesano Guillermo Juan Morado.
Música © Mingos Lorenzo.
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Ante Pilato Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.
Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.
La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.
Como escribe el apóstol San Pablo: Cristo, por nosotros, “se sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre”. El Señor aparece así como el modelo perfecto de las disposiciones que hemos de tener los cristianos, haciendo nuestros “los sentimientos propios de Cristo Jesús”.
El ayuno del Viernes Santo nos permite recordar que somos hombres hambrientos de salvación; y que nuestra hambre se verá saciada con la vida nueva que nos regala Cristo Resucitado, cuando el gozo de la Pascua ilumine las tinieblas de la noche y nos haga vislumbrar “la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste inmortal”, el “santo y feliz Jesucristo”.