«La liturgia de hoy nos ivita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La hermosa oración del prefacio nos recuerda que su reino es ‘reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia , de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos muestran como Jesús ha realizado su reino, como lo realiza durante la historia, y qué nos pide a nosotros.
Sobre todo, cómo Jesús ha realizado el reino: lo ha hecho con cercanía y ternura hacia nosotros. Él es el pastor del cual ha hablado el profeta Ezequiel en la Primera lectura. Todo este párrafo se encuentra entrelazado de verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño: buscar, controlar, reunir a los dispersos, conducir al prado, hacer reposar, buscar a la oveja perdida, reconducir la, fajar la herida, curar a la enferma, tomarse cuidado, pastorear. Todas estas actitudes se volvieron realidad en Jesucristo: Él realmente es el ‘gran pastor de las ovejas y cuidador de nuestras almas’.
Y todos los que en la Iglesia estamos llamados a ser pastores, no podemos apartarnos de este modelo, si no queremos volvernos mercenarios. Sobre esto el pueblo de Dios posee un olfato infalible para reconocer los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.
Después de su victoria, o sea después de su Resurrección, ¿cómo Jesús realiza su reino?
El apóstol Pablo, en la Primera carta a los Corintios dice: ‘Es necesario que Él reine hasta que no haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies’. Es el Padre que poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo tiempo el Hijo somete todo al Padre. Jesús no es un rey como los de este mundo. Para Él reinar no es mandar, pero obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se cumpla su designio de amor y salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo de la sumisión de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre.
‘El último enemigo a ser aniquilado será la muerte’. Y al final, cuando todo habrá sido puesto bajo la realeza de Jesús, y todo, también el mismo Jesús, habrá sido sometido al Padre, Dios será todo en todos. (cfr 1 Cor 15, 28).
El Evangelio nos dice lo qué nos pide el reino de Jesús: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la regla de la vida también para nosotros, y sobre esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25.
El rey dice: ‘Venid benditos del Padre mio, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me dieronde comer, tuve sed y me dieron de beber, era un extranjero y me acogieron, estaba desnudo y me vistieron, enfermo y visitado, en la cárcel y me visitaron. Los justos preguntarán: ¿cuándo hemos hecho todo esto? Y Él responderá: ‘En verdad yo les digo: todo lo que han hecho a uno solo de estos mis hermanos más pequeños lo han hecho a mi’. (Mt 25,40).
La salvación no inicia por la confesión de la realeza de Cristo, sino de la imitación de las obras de misericordia mediante las cuales Él ha realizado el Reino. Quien las cumple demuestra de haber acogido la realeza de Jesús, porque ha hecho espacio en su corazón a la caridad de Dios. En el ocaso de la vida seremos juzgados sobre el amor, sobre la proximidad y la ternura hacia nuestros hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o menos en el reino de Dios, nuestra colocación en uno o en otro lado. Jesús con su victoria nos ha abierto su reino, pero depende de cada uno de nosotros entrar, ya iniciando en esta vida. El reino inicia ahora, haciéndonos concretamente cercanos al hermano que nos pide pan, vestido, acogida y solidaridad. Y si realmente amaremos a aquel hermano, a aquella hermana, seremos empujados a compartir con él o con ella lo que tenemos de más hermoso, o sea Jesucristo y su Evangelio.
Hoy la Iglesia nos pone a los nuevos santos como modelos, que justamente mediante las obras de una generosa dedicación a Dios y a los hermanos, han servido, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se han vuelto herederos. Cada uno de estos ha respondido con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor de Dios y del prójimo.
Se han dedicado sin ahorrar esfuerzo, al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, enfermos, ancianos, peregrinos. Su predilección para los pequeños y los pobres fue el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. De hecho han buscado y descubierto la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la cual se desprende el verdadero amor al prójimo. Por ello en la hora del juicio, han escuchado esta dulce invitación: ‘Venid, bendecidos del Padre mio, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde el inicio del mundo”. (Mt 25,34).
Con el rito de canonización, una vez más hemos confesado el misterio del reino de Dios y horado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño. Que los nuevos santos con su ejemplo e intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar en la vía del Evangelio, la decisión de tomarlo como brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que nuestra esperanza se revista de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos pasajeros. Y nos guíe hacia el reino de los cielos, la Madre, María, Reina de todos los santos. Amén».