El mensaje del primer ángel en Apocalipsis 14 resuena como un llamado solemne a la humanidad: “Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado.” Dar gloria a Dios no es solo un acto de labios, sino una vida transformada. Hemos sido comprados por precio y, por lo tanto, nuestra existencia entera debe reflejar santidad. La santificación es el fruto natural de haber sido redimidos en Cristo. El Evangelio eterno no se limita a perdonar pecados, sino que nos capacita para vivir en obediencia, glorificando a Dios en cuerpo, alma y espíritu.

“Sin santidad nadie verá al Señor" (Hebreos 12:14). Que al escuchar la voz del primer ángel, aceptemos el llamado a una vida santa, para que cuando el Señor aparezca en gloria, podamos estar firmes y listos para verle cara a cara. 

Amado Padre Celestial,
te damos gracias porque en tu infinita gracia nos compraste con la sangre preciosa de tu Hijo Jesucristo. Hoy reconocemos que no somos nuestros, sino tuyos, por creación y por redención. Señor, queremos darte gloria con todo lo que somos: con nuestro cuerpo, con nuestro espíritu, con nuestra vida entera.

Derrama sobre nosotros tu Espíritu Santo para que obre en nosotros el milagro de la santificación. Purifica nuestros corazones, renueva nuestras mentes, fortalece nuestra voluntad. Líbranos del poder del pecado y enséñanos a caminar cada día en obediencia, en humildad y en amor.

Que podamos responder al tu llamado con fe viva y con una vida santa testificando de tu poder transformador. Y que en aquel día glorioso, cuando Cristo aparezca en las nubes de los cielos, podamos estar irreprensibles delante de ti, para verte cara a cara y adorarte por la eternidad.

En el nombre santo y poderoso de Jesús oramos,
Amén.

La gracia de Dios sea contigo.

Las Escrituras no dejan lugar a la neutralidad: todos llevaremos una marca… o un sello. Sólo hay dos caminos: el de la obediencia o el de la rebeldía. Sólo habrá dos destinos finales para cada ser humano. ¿Cuál elegirás tú? 
En medio de la presión y la oscuridad, Dios sigue sellando a los suyos con el Espíritu Santo, asegurando un destino eterno con Él. No esperes para tomar la decisión más importante de tu vida. "Hoy es el tiempo aceptable" (2 Corintios 6: 2). 
 
La gracia de Dios sea contigo. 

Más que mandamientos… es redención.

Muchos piensan que la Ley de Dios es solo una lista de reglas. Pero el Salmo 19 dice otra cosa:  “La ley del Señor es perfecta, que restaura el alma…” (Salmo 19:7)

¿Te has sentido alguna vez sin rumbo, sin fuerzas, sin paz? La respuesta no está en más ruido… sino en Su Palabra.
 No es una carga. Es una medicina.
 No es opresión. Es restauración.

Dios no nos dio mandamientos para limitarnos, sino para guiarnos de regreso a Él… para sanar lo que el pecado quebró.

Hoy, más que nunca, necesitamos escuchar la voz que restaura el alma.

Descubre cómo el Salmo 19 revela un Dios que transforma tu alma con su Palabra.

La gracia de Dios sea contigo.

“Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo.” (1 Pedro 5: 8, 9).

- “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución”. (2 Timoteo 3: 12).

- “En el mundo tendréis aflicción…” (S. Juan 16: 33).

Dios nunca nos engañó prometiendo una vida sin luchas. Las batallas son parte de la vida cristiana, pero no son señal de abandono divino:
“No temas, porque yo estoy contigo…” (Isaías 41: 10).   
"He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (S. Mateo 28: 20). 

“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8: 31).

La gracia de Dios sea contigo.

Iglesias, símbolos, tradiciones… muchas personas afirman creer en Dios, respetar la Biblia, e incluso seguir a Jesús. Sin embargo, ¿es eso suficiente?
 Nicodemo lo tenía todo en términos religiosos. Era un líder, un estudioso, un creyente respetado. Si la religión fuera suficiente para entrar al reino de Dios, Nicodemo habría sido el ejemplo perfecto.  Pero Jesús le dice algo que desarma todos sus logros religiosos:

“El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” (Juan 3:3). 

La afirmación de Jesús no sólo confronta a Nicodemo… también nos confronta a nosotros.
Hoy la pregunta no es:
👉 ¿Asistes a una iglesia?
 👉 ¿Lees la Biblia?
 👉 ¿Te consideras una buena persona?

La pregunta es:
 ¿Has nacido de nuevo? 

“Señor nuestro Dios, 
te damos gracias porque 
nos confrontas con la verdad, 
no para condenarnos, 
sino para salvarnos. 
Gracias por mostrar que nuestras obras, 
nuestra religión y
nuestras buenas intenciones 
no bastan delante de ti.
 Te pedimos que el Espíritu Santo 
toque nuestro corazón...
 Que no confiemos más en nosotros mismos, 
sino sólo en Cristo, tu Hijo, levantado en la cruz.
 Concede arrepentimiento verdadero, 
una fe viva y un nuevo nacimiento.
 Gracias por tu amor, por tu paciencia y 
por la salvación que solo tú das.
 En el nombre de Jesús. Amén.”

La gracia de Dios sea contigo.

La historia de la humanidad es un relato constante de rebeliones: levantamientos contra gobiernos, desafíos a leyes restrictivas y confrontaciones con normas establecidas. Sin embargo, en esta larga crónica, ninguna insurrección resulta tan trágica y, a la vez, tan insensata como la que se alza contra el Rey que Dios mismo ha establecido.
El Salmo 2 es categórico: toda oposición al Hijo está condenada al fracaso. Su mensaje no deja lugar a dudas sobre el destino de quienes se enfrentan a la autoridad divina. No obstante, en medio de esta advertencia, el salmo nos ofrece una puerta abierta a la esperanza: "Honrad al Hijo… Bienaventurados todos los que en Él confían". (vers. 12).

Frente a la locura de la rebelión, la verdadera sabiduría reside en la rendición al Rey, en la sumisión a Su amor incondicional y en la confianza plena en Su poder omnipotente. Hoy, el llamado celestial resuena con la misma fuerza que antaño: "Yo he puesto a mi Rey sobre Sion" (vers. 6).

"Padre nuestro,
Soberano Señor 
Tú has establecido a tu Hijo 
como Rey eterno sobre toda la tierra. 
En un mundo que se amotina 
contra tu autoridad, 
te pedimos que nuestros corazones 
estén firmemente sujetos a Cristo. 
Líbranos de participar, consciente 
o inconscientemente, 
en la rebelión contra Ti. 
Danos sabiduría para vivir bajo 
el señorío de Jesús, 
valor para proclamar Su Reino, 
y humildad para someternos a tu voluntad. 
Que nuestras vidas honren al Hijo y 
que confiemos en Él en todo momento.
En Su nombre oramos, Amén."

La gracia de Dios sea contigo.

Vivimos en una época con innumerables voces y caminos que parecen infinitos. La cultura actual exalta la independencia, la autosuficiencia y la búsqueda del placer. Pero el Salmo 1, cual portal que nos abre al libro de los Salmos, nos invita a una profunda meditación:  ¿Dónde se hunden nuestras raíces? ¿Hacia dónde nos guía nuestro caminar?

Mientras el mundo ofrece caminos que terminan en vacío y juicio, Dios nos llama a vivir en su verdad, a permanecer con nuestras “Raíces junto al río” y a dar "fruto en su tiempo".

"Señor, 
queremos ser como árboles 
plantados junto a corrientes de aguas, 
firmes en tu Palabra 
y constantes en la comunión contigo. 
Líbranos del consejo de los malos, 
del camino de los pecadores 
y de la silla de los escarnecedores. 
Enséñanos a deleitarnos en tu ley, 
a meditar en ella día y noche. 
Que nuestras vidas den fruto 
que glorifique tu nombre. 
En Jesús, 
nuestro ejemplo perfecto, oramos. 
Amén."

La gracia de Dios sea contigo.

Como un reloj que avanza con precisión absoluta, Dios marcó cada paso hacia la cruz. Así como el mundo vivió su propia “hora cero” en los albores de la era nuclear, el cielo también tuvo su momento decisivo en la plenitud de los tiempos. 
En el reloj de Dios, cada segundo contaba. En la “hora cero” de la redención, la justicia y la gracia se encontraron en la cruz. Nosotros merecíamos ese juicio. Pero Él lo cargó. La cuenta regresiva terminó en el Calvario… para que nuestra historia pudiera comenzar de nuevo. 

"Señor nuestro,
 Gracias porque en tu soberanía 
no dejaste nada al azar. 
Gracias por amar tanto al mundo, 
que no escatimaste a tu propio Hijo. 
Enséñanos a vivir conscientes 
de la magnitud de tu sacrificio. 
Que nunca olvidemos que cada latido de 
nuestro corazón es posible gracias a tu "hora cero".
 En el nombre del que fue entregado por nosotros, 
Jesucristo. Amén."

La gracia de de Dios sea contigo.

“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).

En un mundo que trivializa la culpa y relativiza el pecado, el mensaje de la cruz irrumpe con fuerza y claridad: el pecado es tan grave, y la justicia divina tan santa, que ni siquiera el Hijo de Dios fue eximido del castigo por nuestra culpa.  Este no fue un acto de crueldad, sino el clímax del amor eterno de Dios: entregar a su propio Hijo para que tú y yo no seamos condenados.

Hoy reflexionamos en esa frase tan impactante como gloriosa: Dios no perdonó ni a su propio Hijo… para poder perdonarnos a nosotros.  

La cruz no fue un accidente ni una injusticia divina: fue el escenario en el que "la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron." Salmo 85: 10. Allí se abrazaron la justicia perfecta y el amor inagotable. 
 
Dios no escatimó a su Hijo, lo entregó voluntariamente, para que tú y yo pudiéramos tener vida. ¿Cómo responderemos a un amor así? ¿Cómo vivir indiferentes ante tan gran salvación? Este mensaje es un llamado a la gratitud reverente, a la obediencia motivada por amor, y a una vida que honre el sacrificio del Hijo. 

"Padre nuestro,
nos postramos ante Ti con asombro y humildad.
Gracias por no habernos dejado en nuestra miseria,
y por no haber escatimado a tu Hijo amado.
Gracias, Jesús, por entregar tu vida en obediencia perfecta.
Te adoramos por la cruz,
por la sangre derramada,
y por el amor que sostuvo cada clavo.
Ayúdanos a vivir con gratitud, a caminar con fidelidad,
y a nunca olvidar el precio de nuestra redención.
En tu nombre glorioso,
Amén."

La gracia de Dios sea contigo.

Había terminado la fiesta. Cada uno regresó a su casa… pero Jesús no. Él se fue al monte de los Olivos. Allí, en soledad y oración, el Hijo de Dios buscaba al Padre antes de enfrentar, una vez más, la dureza de los corazones humanos. A la mañana siguiente, en el templo, se encontraba enseñando con serenidad, cuando una escena brutal interrumpió la paz del momento: una mujer fue arrojada frente a Él, acusada de adulterio.

Su pecado era real. Su vergüenza era pública. Su condena, aparentemente, inevitable. Pero en medio de ese escenario de culpa, hipocresía y legalismo, Jesús reveló el rostro de Dios. No fue indiferente al pecado… pero tampoco fue insensible ante el alma quebrantada. Con una sola frase, desmontó la trampa de los acusadores y abrió un camino de esperanza para la mujer:  “Ni yo te condeno; vete, y no peques más.”

Esas palabras no era sólo para ella. Es también para nosotros. Para los que hemos fallado, caído, sido expuestos o vivimos con el peso del error. Hoy, una vez más, la gracia de Cristo se levanta en defensa del culpable que se arrepiente y busca ser restaurado.

Cuando el mundo nos señala, cuando la religión nos condena, cuando nuestra propia conciencia nos acusa… Jesús permanece. No para excusar el pecado, sino para ofrecer perdón. No para destruir al pecador, sino para levantarlo con amor.

La mujer se fue con una vida nueva. Su pasado no fue borrado de la historia, pero fue cubierto por la gracia. Jesús no ignoró su pecado; lo venció con misericordia. Y hoy sigue haciendo lo mismo con todos los que vienen a Él con un corazón contrito.

"¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica."  Esa es la buena noticia del evangelio: hay gracia para el culpable. 

"Señor Dios,
Gracias porque no nos tratas 
como merecen nuestros pecados.
Gracias porque tu compasión 
es más fuerte que nuestra culpa,
y tu gracia más poderosa que nuestra vergüenza.

Hoy reconocemos que hemos fallado.
 Nos presentamos ante ti como esa mujer,
sin excusas ni defensas.
 Pero también como ella,
abrimos el corazón a tu voz:
 “Ni yo te condeno.”

Sálvanos, Señor, no solo del castigo, 
sino del poder del pecado.
 Restaura lo que se ha quebrado en nuestras vidas.
 Haznos caminar en la libertad del perdón 
y en la santidad de tu Espíritu.

Y que nunca olvidemos… 
que donde abundó el pecado, 
sobreabundó tu gracia.
 En el precioso nombre de Jesús,
 Amén."

La gracia de Dios sea contigo.