De las tres Personas de la Deidad, el Espíritu Santo es el menos comprendido. Es irónico que la Persona que está más cerca de nosotros, nos hace nacer de nuevo, habita en nosotros y nos transforma es aquella de quien sabemos tan poco.
La naturaleza humana de Cristo le impedía estar personalmente en todas partes al mismo tiempo. El Espíritu Santo, por el otro lado, es omnipresente (Sal. 139:7). Mediante el Espíritu, nuestro Salvador estaría accesible para todos, independientemente de donde estuvieran o la distancia física que los separara de Cristo.
El Espíritu Santo es un regalo; como casi todos los regalos, puede ser rechazado. ¿De qué modo puedes asegurarte, día tras día, de que no estás rechazando lo que el Espíritu Santo procura hacer en tu vida?
Necesitamos la obra del Espíritu Santo no solo al comienzo de nuestra vida cristiana, sino constantemente. Para fomentar nuestro crecimiento espiritual, él nos enseña y recuerda todo lo que Jesús enseñó (Juan 14:26). Si se lo permitimos, habitará en nosotros para siempre como nuestro Ayudador, Consolador y Consejero (Juan 14:16).