Ramón tenía nueve años cuando yo era maestro en la escuela pública
de La Pobla de Vallbona, allá por el final de los años setenta.
Aquel niño de cabellos revueltos y rodillas marcadas por los
golpes del juego y las aventuras de los huertos estaba prematuramente
etiquetado como un desastre, como un fracasado escolar.
Así me lo presentaron los colegas, así lo certificaba el libro de escolaridad,
y así parecían percibirlo la familia y los vecinos.