Jesús es tesoro más valioso al que pudiéramos aspirar. Nada ni nadie está por encima de él; todo lo demás pierde valor.

Sólo los pequeños son capaces de enteder que el descanso que nos ofrece Jesús necesita de la mansedumbre y la humildad que sólo nos puede enseñar Jesús. Su yugo es suave y ligero.

Cuando amamos a Jesús por sobre todas las personas, sobre todas las cosas, incluso sobre nosotros mismos, aprendemos a amar más plenamente, y seremos mejores padres y mejores hijos.

Jesús se conmueve ante la complejidad de la sociedad de su tiempo; como entonces, ahora también llama y envía a sus discípulos a colaborar en la extensión de su Reino, como alternativa ante estas multitudes extenuadas y desamparadas. Dios llama y envía hoy.

Jesús vino a llamar a los pecadores, es médico que sana a los enfermos, los publicanos son sus amigos, come con ellos lo que ellos comen, bebe lo mismo que beben ellos. Jesús es misericordioso con nosotros, que también estamos enfermos y somos pecadores; por eso nos llama a ser nosotros misericordiosos.

El Espíritu Santo acúa de manera versátil, rica, insospechada, a veces de manera contundente y muy visible, a veces de manera sutil y callada. Siempre produce en el corazón paz, alegría y perseverancia.

Jesús parte, aparentemente nos deja, de hecho ya no lo vemos, ya no lo escuchamos, no camina con nosotros hombro con hombro. Sin embargo, su Ascención significa sobre todo una nueva presencia, el la que está con nosotros y nos acompaña en nuestra misión evangelizadora.

Con el Espíritu de Verdad que mora en nosotros se inaugura una nueva presencia de Jesús y del Padre. Una presencia que radica en el ser más profundo de nuestros corazones y que nos lleva a conocer y a amar a Jesús. La consecuencia de ese amor será el cumplimiento de los mandamientos de Jesús.

Celebramos con gozo el testimonio del sepulcro vacío: ¡Ha resucitado! Nosotros, la comunidad cristiana también vemos y creemos. ¡Aleluya!

Jesús resucitado aleja el miedo, la desilusión, el dolor, la culpa; no da alegría y paz. Nuestra fe no es perfecta, siempre está en proceso, por eso le pedimos a Jesús: creo, pero aumenta mi fe. Jesús nos llama a creer aun sin ver y a reconocerlo como nuestro Señor y nuestro Dios.