Me llamaron para cuidar el castillo del rey durante una noche, mientras él partía a resolver asuntos en la aldea. Antes de irse, me entregó un pergamino con una lista de reglas extrañas: no mirar los retratos si parecen moverse, no entrar al sótano, ignorar al rey si lo veía dentro, y otras instrucciones que desafiaban toda lógica. A medida que la noche avanzaba, el castillo cobró vida. Las paredes respiraban, las sombras se movían por voluntad propia, y las criaturas dentro de las reglas comenzaron a manifestarse. Cada paso era un desafío para seguirlas, pero entendí que no eran advertencias: eran límites para contener algo mucho más oscuro. Y cuando amaneció, ya no era libre. La lista era mi prisión, y yo, su nuevo guardián.