El desencanto se siente especialmente a gusto cuando lo
que se ve por la ventana es una suerte de apocalipsis. Eso es lo que parece que
veían desde su local de ensayo El Shirota estos últimos años; y eso es lo que vemos
toda la humanidad desde nuestros sofás este año. Es
curioso que el largo camino (siete años y tres EPs mediante) del cuarteto
mexicano hasta la publicación de su debut coincida en un 2020 plagado de incertidumbres,
de desasosiego, de ansiedad y de pesadumbre.
Coincidencia o no, con toda la carga melancólica y
nostálgica que nos remite a un contexto sonoro más en conexión con los años ’90
de Sonic Youth, Lush o Slowdive que con los 2020 del imperio del reggaetón y
los ritmos urbanos; la isla en la que habita El Shirota es también un
espacio en donde los sonidos de la urbe de Ciudad de México parece encontrar
representación.
Y es que en este cóctel de noise, psicodelia pesada, rock
negro, post-punk anárquico, jazz-rock de líneas absolutamente abiertas, zapadas
viscosas y medios tiempos grunge-core, los mexicanos parecen traducir el
lenguaje de los tamales a pie de calle, el humo de los autobuses, la violenta
tensión del día a día en la capital mexicana.
De ahí que tanto cuando deciden estar en silencio (“El
Chirota”) como cuando firman hits de casi siete minutos tan cerca de Mudhoney
como de Attaque 77 (“No sé todo”); cuando son especialmente urgentes y crípticos
(“AtorihS LE”) como cuando deciden buscar sin el objetivo de encontrar (los más
de doce minutos de “RTL”); cuando ponen BSO al adictivo desencanto de la vida
urbana (“La Ciudad”) como cuando se saben embajadores mexicanos de la querencia
de Él mató a un policía motorizado (“Más de una vez”); cuando firman un medio
tiempo viscoso (“A donde voy”) como un punk costra (“El Bob Rosendo”); siempre,
pero siempre, consiguen proyectar una personalidad tan arrolladora como los
matices de su sonido: ese humo negro que no respiras, pero que te empuja como
si se tratase de un pogo, un mosh o un slam en tu tugurio favorito.
Alan Queipo