Si el fin de la historia de la construcción de una canción fuese el ensayo, la disposición de los micros y el equipo (es decir, la ingeniería del sonido) y la posterior grabación, sería, más o menos, una tarea poco complicada. La dificultad llega cuando, en la mezcla, hay que equilibrar todas las partes y conseguir que la canción suene tal y como sonaba en la cabeza del músico al concebirla. No es una tarea, la de la mezcla, que a los compositores y ejecutantes les guste hacer, debido más que nada a la tendencia natural a que sea el propio instrumento (el que suena, cuando tocas, pegado a tu pecho o, en el caso de los baterías y teclistas, delante mismo de tus oídos) el que destaque sobre el resto de la mezcla. De manera que lo de conseguir el equilibrio perfecto se puede convertir en un trabajo infinito de alternativas cuyo resultado sea siempre la insatisfacción permanente. La perfección no existe, aunque sea lícito, y muy humano, intentar aproximarse.