Elena Fernández Padilla, una viuda granadina de 59 años, vivió una vida marcada por la monotonía junto a su esposo, un empleado de Renfe, hasta que su muerte la dejó sola en Sevilla, en la vega de Triana. Instalada en la calle Roque Balduque, en la colonia de los Carteros, regentaba una tienda de comestibles donde su carácter difícil y hombruno la hacía poco querida entre vecinos y clientes. Tras enviudar, decidió transformar su existencia con una dentadura de oro, una peluca y ropa nueva, buscando recuperar el tiempo perdido en una pasión tardía. Fue así como conoció a Manuel Fernández Troncoso, un vendedor de huevos once años menor, casado y padre de cuatro hijos, cuya labia y fama de conquistador la atraparon. La relación, iniciada con visitas frecuentes a su tienda, se tornó un torbellino de amor y celos, alimentado por los préstamos que Elena le dio, acumulando una deuda de diez mil pesetas que Manuel nunca devolvió. Los celos de Elena, intensificados por la envidia hacia la esposa y los hijos de su amante, la llevaron a un estado depresivo donde abusaba de ansiolíticos, barbitúricos e insulina para su diabetes. El 22 de marzo de 1972, tras retirar cuarenta mil pesetas del banco, invitó a Manuel a su casa, donde, según la hipótesis más aceptada, adulteró una botella de coñac con una sobredosis de fármacos. Ambos fueron hallados muertos al día siguiente, Manuel rodeado de vómitos y excrementos, y Elena junto a él, sugiriendo un plan que pudo haber sido un intento de asesinato seguido de suicidio, un pacto mutuo o un accidente fatal. Sin testigos, el caso quedó envuelto en misterio, con su calma postacto típica de los crímenes por celos dejando más preguntas que respuestas sobre sus verdaderas intenciones. La historia de Elena, conocida como la Envenenadora de Sevilla, sigue siendo un enigma que mezcla pasión, posesión y una muerte compartida en las sombras de Triana.

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