Se nos va de ojo que cuando nos sentimos incomprendidos y creemos que todo se vuelve en nuestra contra, la reacción primaria es refugiarse en uno mismo, en nuestra propia verdad, que puede conducirnos al encastillamiento mental, si no abrimos la mente a la posibilidad de que, quizá, estemos equivocados.

Aceptar que no somos infalibles, que no estamos en posesión de ninguna verdad absoluta o que no somos sabios por saber cuatro cosas, es ineludible para no caer en la estulticia de pensar que solo yo estoy en lo cierto. No reconocer que quizá he metido la pata, por acción u omisión, nos convierte en una isla cada vez más alejada de la realidad objetiva y objetivable. Sentir que no es justo lo que nos sucede, no puede llevarnos al pataleo para no reflexionar o reconocer que, quizá, no hemos hecho todo bien sobre aquello que cae bajo nuestra responsabilidad. Decía mi padre que cuando sales de juerga debes saber cuál es tu última copa y, si te la tomas, aceptar las consecuencias. Metáfora que nos recuerda que siempre somos responsables de nuestros actos, para no encastillarnos, cuando nos pillan con el carrito del helado. ¡Que no se te vaya de ojo!