La falta de interacción social, el encierro en nosotros

mismos, la distancia de un día que nos interpele, nos dejó absolutamente

vaciados y perdidos. En tiempos de extrema soledad, Feli Colina rezó-sin-rezar

una plegaria necesaria: la de que aparezca una musa que la salve, que le abra

los ojos a un estado de conciencia que sirva también de presencia invisible, y

la acompañe. La musa apareció.

Y vaya si apareció.

inspirador, por esa fosa poco común que ha conseguido habitar la artista

salteña y que, casi como médium de esa inspiración superior, ha articulado un

álbum que es casi un manifiesto de los sentidos, pero también del

empoderamiento desde la vulnerabilidad y, sobre todo, un repertorio

importantísimo para una música argentina que encuentra en Colina a un nuevo

icono que conecte la música tradicional de las Argentinas federales silenciadas

y la de la vanguardia de una generación atravesada por los movimientos sociales

y la vida virtual.

Tras dos álbumes en los que Feli Colina se acerca a una

suerte de cantautorismo alternativo (el iniciático “Amores Gatos”) y de atajo

jazz-rock alternativo (“Feroza”) que ya invitaba a pensar en una construcción

superior, todo ello se traduce ahora en una absoluta obra maestra, porque no

hay otra manera de definir ni hablar de “El Valle Encantado”. No solo porque

las canciones son inapelables, sino porque el discurso que consigue habitar es

un manifiesto definitivo de cómo la musa puede llegar a atravesarnos, aún a

sabiendas de que, como ella misma dice, “los estados más divinos se pierden

cuando se buscan”.

Tanto cuando se desnuda a capella en una canción en la

que solo suena el caudal de una fuente (“Caballo”) como cuando traza un puente

entre el candombe, el tango, la cumbia y una spoken word de poesía pirotécnica (“Diablo”),

cuando compone una chacarera tangolpeada (“Chakatrunka”), cuando la zamba se

abre en una recepción de la musa madre (“El valle encantado”), cuando el

carnavalito se hace corajudamente pop (“Aguatera”), cuando el jazz se funde con

una percusión folktrónica en una confesión abierta en canal (“La Entrega”), cuando

juega al ASMR folk-pop (“La Llave Maestra”) o cuando el corso norteño transmuta

en una fiesta de hadas y duendes (“La Gracia”), siempre nos encontramos con

una Feli Colina que nos descubre un territorio virgen mil veces habitado pero

millones de veces por descubrir.

Alan Queipo.