Miércoles 3 de diciembre, 2025.
Los juguetes han estado presentes en la vida de los niños desde tiempos muy antiguos, mucho antes de que existieran fábricas, plástico o publicidad dirigida al público infantil. En sus orígenes, los juguetes no eran productos comerciales, sino objetos sencillos creados con lo que la naturaleza o el entorno cotidiano ofrecían: piedras, ramas, huesos, telas, barro o trozos de madera. Las civilizaciones antiguas, como la egipcia, la griega o la romana, ya dejaban evidencia de pequeñas figuras, muñecas articuladas o carritos hechos a mano, no solo como entretenimiento, sino también como herramientas para enseñar roles sociales, preparar a los más pequeños para la vida adulta o incluso como ofrendas rituales.
Con el paso del tiempo, especialmente en Europa durante la Edad Media y el Renacimiento, los juguetes comenzaron a reflejar más claramente las estructuras de clase: los niños de familias acomodadas jugaban con muñecas de porcelana, soldaditos de plomo o miniaturas de muebles, mientras que en los hogares humildes los niños seguían creando sus propios entretenimientos con materiales reciclados o naturales. Fue en los siglos XVIII y XIX cuando la industrialización permitió la producción en serie de juguetes, expandiendo su acceso a más sectores de la población. Aparecieron fábricas dedicadas exclusivamente a su elaboración, y con ellas, diseños más elaborados, mecanismos móviles y nuevos materiales como la hojalata o el vidrio.
En el siglo XX, los avances tecnológicos, los cambios sociales y el auge del marketing transformaron radicalmente el mundo del juguete. La llegada del plástico, la televisión y luego los videojuegos redefinieron no solo cómo se fabricaban los juguetes, sino también cómo se concebía el juego mismo. A pesar de estas transformaciones, el propósito fundamental del juguete ha permanecido casi inalterado: ser un puente entre la imaginación y la realidad, un medio a través del cual los niños exploran emociones, practican habilidades, ensayan el mundo y, sobre todo, se sienten libres.
En cuanto a los materiales, estos han variado mucho según la época, la región y los medios económicos de las familias. La madera, por ejemplo, ha sido un material constante a lo largo de la historia: cálida al tacto, duradera, fácil de tallar y segura si se trabaja con cuidado. Muchos abuelos aún recuerdan juguetes de su infancia hechos con trozos de pino o cedro, pulidos a mano por algún familiar. El metal, como el estaño o el aluminio, tuvo su auge en el siglo pasado, especialmente en trenes, autos o instrumentos musicales en miniatura, aunque con el tiempo fue cediendo terreno por cuestiones de seguridad. Luego llegó el plástico, que revolucionó la industria: barato, moldeable, ligero y de colores brillantes, permitió que los juguetes llegaran a millones de hogares. Aunque hoy se cuestiona su impacto ambiental, sigue siendo el material más común en la fabricación masiva.
También están los juguetes textiles: peluches, muñecos de tela, mantas sensoriales, que ofrecen consuelo, suavidad y compañía. Son, a menudo, los primeros objetos con los que un niño establece un vínculo afectivo fuera de su círculo cercano. Y en los últimos años ha crecido el interés por materiales naturales o sostenibles: juguetes hechos con algodón orgánico, corcho, caucho natural o incluso papel reciclado, muchas veces producidos artesanalmente por pequeños emprendedores que buscan combinar lo lúdico con lo ecológico.
Lo curioso es que, independientemente del material o el tipo, el valor del juguete no reside tanto en su complejidad como en la posibilidad que abre: un cajón vacío puede convertirse en una nave espacial, una piedra en un tesoro, y un simple palo, en una varita mágica. El juego nace del niño, no del objeto, pero ese objeto —sea de madera, trapo o circuito— puede ser la chispa que encienda mundos enteros en su imaginación.
Los juguetes no son solo objetos de entretenimiento; para los niños, son compañeros silenciosos de infancia, testigos de sus primeras exploraciones emocionales y herramientas fundamentales en la construcción de su mundo interior. Desde los primeros meses de vida, cuando un bebé agarra un sonajero o mira fijamente los colores de un móvil colgado sobre su cuna, ya está comenzando a aprender sobre causa y efecto, sobre lo que sucede cuando mueve una mano o emite un sonido. Esos gestos simples, mediados por un juguete, sientan las bases para la comprensión del entorno y el desarrollo de la confianza básica en el mundo.
A medida que crecen, los juguetes se convierten en extensiones de su imaginación. Una muñeca no es solo un cuerpo de plástico o tela; es un hijo, un amigo, a veces un reflejo del propio niño al que cuida, regaña o consuela. A través de ese juego simbólico, los pequeños ensayan emociones complejas: el miedo a la separación, el anhelo de protección, la alegría de compartir. En el caso de los juegos de roles —como cocinar en una ollita de juguete o fingir ser médico— los niños recrean escenas que han observado en adultos, lo que les permite ordenar lo que aún no entienden del todo y sentirse, por un momento, con cierto control sobre una realidad que muchas veces se les escapa.
Los juguetes también juegan un papel clave en la regulación emocional. Fomentan la socialización. Compartir un camión de bomberos con un hermano, negociar turnos en un juego de mesa o inventar historias colectivas con figuras de acción son formas tempranas de aprender a colaborar, a ponerse en el lugar del otro y a resolver conflictos. Incluso en la soledad, cuando el juego es solitario, el niño está practicando autonomía, toma de decisiones y creatividad.
En contextos de estrés, trauma o cambio radical —como una hospitalización, una separación familiar o un desplazamiento— los juguetes adquieren un valor terapéutico. Psicólogos y trabajadores sociales los utilizan para que los niños puedan expresar lo que no saben nombrar con palabras. A través del juego, lo que está roto en el mundo real puede repararse simbólicamente: el doctor salva al paciente, el tren llega a casa, la familia de muñecos cena junta sin pelearse.
Al final, los juguetes no curan por sí mismos, pero abren puertas. Permiten que el niño se sienta escuchado, incluso cuando nadie está mirando; que explore sin ser juzgado; que sienta, por un rato, que el mundo cabe en sus manos y puede acomodarlo como necesita. Y en eso, en esa posibilidad de reconstruir lo vivido a través del juego, reside su verdadero impacto psicológico: no enseñan solo a jugar, sino a sanar, a crecer y a entenderse a sí mismos.
Los juegos en línea ofrecen mundos amplios y dinámicos, sí, pero carecen de esa dimensión corporal que es fundamental en la infancia. Un niño no solo piensa con la cabeza, sino con las manos, con los pies, con todo su cuerpo en movimiento. Al construir una torre con bloques, al amasar plastilina o al empujar un carrito por el suelo, está desarrollando no solo su motricidad, sino también su capacidad para entender el espacio, la gravedad, la resistencia de los materiales, conceptos que no se aprenden viendo, sino haciendo.
Además, los juguetes físicos invitan a un ritmo distinto. No están diseñados para capturar la atención con estímulos constantes ni para generar dependencia mediante recompensas inmediatas. Por el contrario, suelen requerir tiempo, paciencia, ensayo y error. Un rompecabezas no se resuelve con un clic, una casita de muñecas no tiene niveles predefinidos: el niño decide qué historia contar, cuánto tiempo dedicarle, cuándo dejarlo y cuándo volver. Ese tipo de juego libre, sin guion, es donde nace la verdadera creatividad y donde el niño aprende a estar consigo mismo, sin necesidad de ruido externo.
También está el aspecto relacional. Muchos juguetes físicos se comparten: se prestan, se intercambian, se usan en grupo. Sentarse en el suelo con un hermano a armar un castillo de cartas, pelear (con risas) por quién maneja el camión de bomberos o cocinar juntos con una cocinita de juguete crea vínculos que las pantallas, por su naturaleza individual y a menudo aislante, dificultan.
No se trata de demonizar la tecnología —hay aplicaciones y juegos digitales de gran valor educativo—, pero sí de no perder de vista que la infancia necesita tacto, movimiento, espacio físico y tiempo no estructurado. Los juguetes tradicionales no son reliquias del pasado; son herramientas vivas que siguen cumpliendo un rol esencial en el desarrollo emocional, cognitivo y social. Olvidarlos en favor de lo virtual sería como quitarle al niño una de las lenguas con las que aprende a nombrar el mundo: la del cuerpo, la del tacto, la del juego sin cables ni batería. Y eso, en el fondo, sería empobrecer su forma de crecer.
Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.
Esta fue una canción y reflexión de miércoles.
Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!