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Hay verdades que no se buscan…

verdades que te encuentran cuando menos lo deseas.

Y una vez las ves, ya no puedes mirar hacia otro lado.

La universidad dormía entre pasillos silenciosos. Solo un hilo de luz escapaba bajo la puerta del despacho del rector.

A esa hora, nadie debería estar allí.

Sin embargo, dos jóvenes estudiantes —Lucía y Clara— subían las escaleras con la carta de citación aún temblando en sus manos.

El mar estaba en calma, como si respirara al ritmo lento del crepúsculo. El sol descendía despacio, tiñendo de dorados y rojos la cubierta del navío. La música suave, ese tipo de melodía que se mezcla con el viento salado, abría espacio para sensaciones nuevas.

Clara siempre fue una mujer perfecta.

Esposa ejemplar, sonrisa impecable, mirada serena.

Nadie podría imaginar lo que escondía cada noche,

cuando el reloj del salón marcaba las diez y su marido, confiado, subía a dormir.

“Dicen que en los muros de piedra del convento de Santa Verónica aún resuenan los rezos… y los gemidos.

Que entre los rezos de maitines y las sombras de los claustros, una monja vendió su alma al deseo.”

Lucía volvió a vestirse despacio mirándolo con lascivia. Luego

Miró por la ventana, el sol entrando como una nueva llama.

Y sonrió.

Porque sabía que el fuego, aunque la consumiera, también la mantenía viva.