Habréis oído muchas historias vivenciales de esos seres mágicos que tienen el poder de crear vida en su seno: la mujeres. Relatos de cómo fue ese día en el que hicieron el sacrificio de entregar parte de ellas para hacer un todo de otro ser. Ese día en el que culminaban nueve meses de creación, y que ellas viven como una muerte y resurrección que las transforma, mientras se separan de esa minúscula persona que creció en su interior.
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Seguro que habréis oído experiencias buena y malas, de acompañamiento y de soledad, de partos respetados y patriarcalizados, de cesáreas programadas, episiotomías, método madre canguro,… Hoy quiero hablaros de algo que igual no habéis oído tan a menudo. Hoy quiero hablaros de nosotros, de aquellos seres que, aunque también necesarios para originar dicha magia, somos meros acompañantes en ese viaje gestacional. Pero, no por ello, deja de marcarnos y transformarnos.
Hoy hace once años que viví una experiencia única. Nos despertamos, aquel caluroso 27 de agosto, y preparé el desayuno después de que Naïm, mi hijo mayor, acabara de mamar. Él tenía dos años y medio, y estaba deseando que llegara su hermana. No recuerdo cuando salía de cuentas su madre, ya que esta vez me relajé y no quería vivir ese regalo mirando continuamente un calendario. Pero aquella mañana, estaba mucho más movida de lo habitual. Llevaba algunos días un poco dilatada y me pidió que comprobara cómo estaba. La partera me enseñó cómo saber qué dilatación tenía en cada momento, y así poderla avisar cuando llegara la hora. Habíamos decidido que Iris nacería en casa porque un exceso de oxitocina sintética le provocó una taquicardia a Naïm en el hospital que hizo peligrar su salud. Por ello queríamos que su madre y la naturaleza marcaran el ritmo de la vida; que Naïm pudiera estar presente; devolverle ese papel de acompañamiento a las parteras, y de protagonismo a la madre y a la criatura, no al personal médico.
Recuerdo que aquella tarde había una cabalgata porque eran las fiestas del pueblo donde vivíamos. Así que me puse por la mañana a hacer las actividades con Naïm. Por aquel momento estaba iniciándose en la lectoescritura y también estudiábamos el desarrollo de las plantas. Me imagino que lo primero que hicimos fue salir al balcón, comprobar el crecimiento de ese día, constatarlo en nuestro panel donde apuntábamos en qué fase se encontraban, y que le dejé sus veinte minutos de televisión. Pero, si os digo la verdad, lo que pasó después eclipsó todos esos recuerdos. En mi mente solo queda la sensación, tanto mía como del chiquillo, de sentir cómo se iba acercando el momento.
Mientras, su madre descansaba; tenía contracciones, y había encontrado en la habitación ese espacio de soledad que durante toda la evolución han buscado las hembras mamíferas cuando sabían que llegaba la hora. Le insistí para que se quedara en casa e irme yo con Naïm a la cabalgata y así poder descansar ella, pero no quiso. Aún recuerdo cómo saltaba, con contracciones, a coger caramelos y juguetes que lanzaban las carrozas. Pero, al volver a casa, las contracciones cada vez eran más seguidas y dolorosas, y me pidió que llamara a la partera. En un momento, estaba allí, con una ayudante y su hija. Estaba muy cerca el momento, pero no era inmediato. Así que fueron a cenar para darle tiempo a que acabara el proceso de dilatación natural. Cuando volvieron, ya estaba preparada.
Puede ser que esperaseis que os contara desde este momento. “Todo lo demás no es el parto”,