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A Isabel Lara Crespo (19/11/1922 – 28/02/2021)
Este 8 de marzo os quiero hablar de mi abuela Isabel. Mi amada amiga, confidente y maestra. Una mujer que cambió el mundo, porque me cambió a mí. Y, aunque a mis ojos siempre me pareciera única, existen y han existido miles y miles de mujeres únicas, como ella, cambiando el mundo a cada minuto, porque nos cambian a nosotros, a las generaciones que les siguen. Ella me enseñó a amar esa voz femenina de mi interior, a entender el histórico grito de «ser mujer es hermoso«, que no es necesario ser perfecto, pero sobre todo a amar sin olvidarse de uno mismo.
El 28 de este febrero murió habiéndome hecho regalos de valor incalculable, como abrir su pecho y enseñarme las cicatrices de su anciano corazón. Eran noventa y ocho años de decepciones de personas a las que amaba profundamente, de dar y no recibir ni siquiera un simple «gracias«, de ser olvidada cuando más atención necesitaba. Y aunque recibió mucho amor y atención, no solo por mi parte, solo es necesaria una única persona para llenarte los ojos de profunda tristeza, como a ella.
Mi abuela me recogió en su casa en la peor crisis de mi vida, coincidiendo con su última fase de la vejez, esa en la que saldamos cuentas y nos araña el corazón. Me pudo contar cómo vivió la guerra civil, los años de carencias, las alegrías de su vida y todo lo que dio sin que se le agradeciera siquiera. También algún secreto de cocina, una pasión compartida por ambos.
Por ello, este 8 de marzo, quiero poner el foco de atención en mi abuela y todas las mujeres que nos han dado el mejor de los regalos: la educación. Porque, a través de ella, a través de esos cambios que han provocado en nosotros, han hecho un mundo mejor. Yo no sería feminista, ni aceptaría a esa voz femenina que vive en mi interior si no fuera por mi madre y mi abuela. Pesarían mucho más los insultos de mi infancia, dentro y fuera del colegio, por no vivir de acuerdo al rol de macho rudo que se suponía que debía asumir. Pesarían mucho más ese «maricón«, «nenaza«, «blandengue«… No hubiera podido comparar el matriarcado respetuoso de mi casa con el patriarcado hostil de la sociedad. No hubiera sabido que no hace falta pensar igual a otra persona para respetarla. No hubiera entendido que no hay yo si no hay nosotros, pero no hay nosotros si no hay yo. Que, por eso, hemos de ayudarnos y apoyarnos creando una sociedad mejor.
Hoy, que estamos centrados en traer a la memoria a todas esas científicas, escritoras (como mi amada Isabel de Villena) y otras figuras relevantes olvidadas por la historia, permitidme volver a ese espíritu del «ser mujer es hermoso» para recordar que una mujer tiene un inmenso valor desde el mismo momento en que es persona. Y también que no es necesario ser una eminencia para cambiar el mundo, como todas estas mujeres que desde su pequeño espacio educaron a personas que pensarían y actuarían de forma diferente. Puede que, para evitar eso, los estados del pensamiento único insisten tanto en que debemos trabajar hombre y mujer cediéndole a ellos la educación de las nuevas generaciones.
Por todo esto: gracias yaya y gracias mamá por vuestro amor inmenso y por convertirme en lo que soy y no en lo que esperaba de mí el patriarcado hostil.
Zaït Moreno
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