Qué pocas veces nos alegramos del bien de los demás. Por el contrario, nos alegramos más fácilmente de sus caídas y hasta nos molesta que le vaya bien. ¿Acaso el mundo estaría mejor en nuestras manos? Muy lejos de esa realidad aquello que nos hace fuertes es al mismo tiempo nuestra mayor debilidad. Se trata de una de las grandes paradojas de la vida por medio de las cuales somos más tentados a hacer el mal siguiendo precisamente aquello que nos hace más excepcionales. La virtud que te hace tan único, esa es precisamente la que acaba convirtiéndose en tu tropiezo, caída e incluso destrucción. Lo vemos también una y otra vez en la Biblia. El 40% de la Biblia son narraciones o relatos de la vida de personas, es decir que no son listas de conceptos generales o lo que podríamos llamar doctrinas. Era previsible que eso nos lleve a preguntarnos continuamente cómo sacar provecho nosotros de la vida de otras personas, claro. Muchas veces acabamos recurriendo al clásico de las moralejas, por medio del cuál potenciamos las diferencias entre dos ejemplos que identificamos como el bueno y el malo. El problema es que la Biblia no está escrita para que hagamos esa lectura sino para mostrarnos cuál es la voluntad de Dios. ¿Cómo podremos ser como David? ¿acaso debemos siquiera intentarlo? Dios busca en la Biblia no tanto mostrar ejemplos de virtud como una reacción en nosotros. Ante esa reacción además sólo caben dos posibilidades: o nos rendimos a su voluntad o nos enfrentamos a él – y el texto que veremos hoy recoge precisamente un caso en el que el personaje hace justamente eso, enfrentarse a Dios.... Podcast de Jose de Segovia sobre Primer libro de Samuel, Cap. 18