Antes que artista, J Balvin es empresario.
Sabe que la pregunta ahora mismo a la que debe responder para mantener su
popularidad es: ¿hacia dónde va el reggaetón? Tras los años de
la explosión global del sonido, durante los que puso a medio planeta a bailar
con sus ritmos calientes desde Medellín, la pandemia está reconfigurando un
nuevo escenario. La juventud (cualquiera menor de 40 años) necesita causas que
abrazar en estos tiempos inciertos. Pero el colombiano no es como Bad Bunny,
no se siente tan cómodo mojándose en política o en causas sociales. Entonces,
¿cuál es la bandera de Jose?
La ansiedad, hablar de los problemas mentales… Ahí es
donde el autor de ‘Colores’
ha encontrado su propio espacio, una seña de identidad. Desde que lanzó a
principios de 2020 el documental en formato podcast para Spotify
‘Made in Medellín’ el artista de 36 años ha ido construyendo un
nuevo discurso en el que se mira hacia dentro con una inseguridad pocas veces
vista en el reggaetón y explora el reverso oscuro de la fama. Consigue
conectar así con las nuevas generaciones (desde los primero millennial hasta
los nuevos Z), para quienes la salud mental es prioritaria. ¿Significa eso un
cambio brusco en su música? De ninguna manera. J Balvin sabe que su público quiere
seguir bailando, cerrar los ojos y olvidar toda esa frustración que se ha ido
acumulando desde febrero de 2020.
Es cierto que en canciones como ‘7 de mayo’ (muy
similar al ‘René’ de Residente, a modo de repaso autobiográfico íntimo) o
‘Querido Río’ (sobre su primer hijo, que nació en julio de este año) aborda
un tono más confesional, pero ahí siguen sus pelotazos para reventar pistas de
baile: junto a Skrillex mira hacia la Ibiza más destroyer, con María
Becerra le tira al rollo romántico, a Tokischa se la lleva a las raves de los
bajos fondos y, al fin, reúne al Olimpo de los reggaetoneros (Karol G,
Nicky Jam, Bad Bunny y Tainy, junto a la estrella pop Dua Lipa) para los dos
cañonazos que cierran el disco.
José Fajardo