Selección de pensamientos - Introducción . El Real Sacerdocio (J. Radhamés F.)
Selección de pensamientos de la Introducción del libro, El Real Sacerdocio, del pastor Juan Radhamés Fernández.
1. De la Inspiración del libro
Por haber recibido un mensaje tan relevante y revelador de parte de Dios, soy deudor. La mayordomía profética me obliga a compartir por gracia lo que por gracia he recibido del Cielo.
Cada día estudio la Biblia para alimentar mi vida espiritual, no para preparar sermones, pero suelo tener a mi lado una libreta y cuando recibo de parte del Señor una palabra revelada o iluminada, escribo lo que recibo. Tengo un sinnúmero de libretas llenas de esas notas. Cuando tengo que predicar, oro al Señor y le pregunto: ¿Qué quieres que enseña a tu pueblo en esta ocasión? Él entonces me lleva a cualquiera de los pensamientos que me ha dado en mi intimidad y relación con Él y me dice, por la guía de su Espíritu: “Este es el mensaje que quiero que compartas con mi Iglesia”.
No hay profeta enviado por Dios sin mensaje. En la antigüedad, cada profeta o mensajero de Dios era enviado con un mensaje para anunciárselo al pueblo. Cuando andamos buscando qué predicar o enseñar, nos convertimos en mensajeros sin mensaje.
La Biblia nos enseña que todo lo que hacemos para servir al Señor es adoración. Por ejemplo, la oración es adoración. También la obediencia, la cual, según Dios, es mejor ofrenda que los sacrificios. (1ª de Samuel 15: 22 y 23). En la Iglesia es muy popular el criterio de que el ministerio de adoración es solamente el ministerio de la música y de los cánticos. Pero la Biblia enseña que todo lo que hacemos para servir al Señor es adoración.
La Iglesia administra diferentes funciones. Entre ellas puedo mencionar la proclamación del Evangelio, la enseñanza de la Palabra de Dios o las doctrinas, la mayordomía de toda gracia o don especial, el servicio o diaconía, el compañerismo entre los santos y el gobierno de los propósitos del Reino de Dios en la Tierra. Mas, de todas ellas, la más importante es la adoración o el culto a Dios. Realizando todas las otras funciones, ministramos a favor de los hombres. Pero cuando adoramos, servimos o ministramos a la persona de nuestro Dios, estamos atendiendo los asuntos del Rey. Una cosa es atender los asuntos del reino y otra, atender los asuntos del Rey. Ambos oficios son importantes, pero cuidar la persona, prioridades e intimidad del Soberano, prima más que cualquier otra cosa.
2. De la clase de adoración que Dios espera
“Conforme a tu nombre, oh Dios, así es tu loor hasta los fines de la tierra”. Salmo 48:10.
La adoración, la alabanza y el tributo a la persona de Dios debe ser de acuerdo o en conformidad a lo que representa la grandeza, la santidad y la perfección de su nombre.
No hay otra metáfora en toda la Biblia que ilustre y revele mejor lo que es la adoración para el Padre que la del matrimonio entre Dios y su pueblo. No hay relación más estrecha e íntima que la conyugal.
“Vosotros visteis lo que hice a los egipcios y cómo os tomé sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa”. Éxodo 19:4-6.
El propósito del Señor al casarse o unirse con su pueblo, está expresado con claridad en este pasaje bíblico y es hacer de sus redimidos un reino de sacerdotes y gente santa. Esto lo dijo con relación a Israel, pero en cuanto a la Iglesia, su propósito, al redimirnos, es el mismo. Dice el apóstol Pedro: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1ª de Pedro 2:5). “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1ª de Pedro 2:9).
Según el apóstol Pedro, las funciones del Real Sacerdocio consisten en ofrecer sacrificios espirituales a Dios por medio de Jesucristo y anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. Esto es lo que toda la Biblia llama adoración.
El sacerdocio es el ministerio que administra la adoración a Dios, y por medio de la adoración, los adoradores se acercan a su presencia, motivados solamente por el amor y con un corazón puro, para ofrecerle sacrificios espirituales y dádivas de tributos, anunciando y proclamando sus virtudes por medio de sus alabanzas, las cuales expresan todo lo que él es, todo lo que ha dicho y todo lo que ha hecho.
3. De la relación matrimonial de Dios con su pueblo
Cuando el Señor hace su pacto con Israel, le dice reiteradamente: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo” (Éxodo 6:7 y Deuteronomio 7:6). Cuando anuncia el Nuevo Pacto, de nuevo repite: “Y yo seré a ellos por Dios y ellos me serán por pueblo” (Jeremías 31:33). Al casarse con nosotros, Dios nos está diciendo: Exijo que tú renuncies a adorar a todos los dioses de las naciones para llegar a ser mi pueblo.
Él no entra en ninguna relación que no sea pactada. Por eso, es el Dios de los pactos, quien se compromete en cada relación y jura por su nombre, aunque por ser él el Fiel y el Verdadero no puede mentir. Él exige amor absoluto. Nos pide que le amemos con todo nuestro ser. También demanda que la adoración a su persona sea absoluta. Solo a Él se debe adorar y no a ningún otro Dios. Él nos pide todo el corazón, porque ya entregó también Él totalmente el suyo. Él nunca entrará a ninguna relación si antes no se entrega a sí mismo. Tampoco establece ninguna relación si primero no compromete su fidelidad por medio de un pacto.
La idolatría es fornicación o adulterio espiritual. La idolatría es, en la relación con Dios, lo mismo que es el adulterio en la relación matrimonial entre un hombre y una mujer. La adoración representa la intimidad con Dios.
4. De los dos terribles pecados de la Iglesia en cuanto a la adoración
Los encargados de enseñar a la Iglesia a adorar, le hemos enseñado dos métodos que son propios de rameras.
1- El primero es la satisfacción rápida, es decir, la adoración alígera o veloz:
Como los líderes hemos perdido la devoción en nuestra intimidad con Dios, le hemos enseñado a la Iglesia que los cultos deben ser de corta duración. Hemos usado como argumento una mentira. Esta es que el ser humano, después de oír un sermón por cuarenta y cinco minutos o una hora, su cerebro ya no asimila más información; que como la vida moderna es muy demandante y rápida, lo mejor es un servicio de adoración breve y al punto. El mensaje que enviamos es que Dios cansa y aburre.
Mientras destacamos los méritos de Dios en nuestros sermones y lo enamoramos con los versos románticos de nuestras canciones, simultáneamente manifestamos cuán poco lo valoramos y apreciamos. Nos hemos convertido en hipócritas profesionales. Enseñamos que no hay nada en el mundo más satisfactorio que la comunión e intimidad con Dios, pero con la manera en que le adoramos testificamos de que nada es más insípido y tedioso que estar cualquier tiempo en su presencia.
2- La segunda enseñanza que ha causado gran daño y confusión a la Iglesia, y que también es conducta de ramera, es adorar a Dios para adquirir de él algo a cambio:
La ramera entrega su cuerpo y ofrece placer a cambio de una remuneración económica. Así también nosotros hemos enseñado y motivado a la Iglesia a adorar por una recompensa. Por ejemplo, dirigimos el servicio de adoración buscando la manifestación de los dones, como son los milagros, las sanidades, liberaciones, profecías, imparticiones, etcétera.
Este deseo de palpar a Dios, de tener experiencias sobrenaturales, se convierte en nuestra prioridad y motivación, de manera que esa búsqueda personal llega a ser lo más importante cuando adoramos a Dios y no la Persona Divina.
Muchas veces este objetivo se vuelve tan obsesivo que nos induce a introducir fuego extraño en el altar, fuego que Dios no ha encendido. Ministramos en cada culto con la expectativa de que ocurra algo, y si no sucede nada de lo que esperamos, nos frustramos y juzgamos que Dios no recibió la ofrenda, que algo no está funcionando bien o que la adoración fue un fracaso. Con esta conducta mostramos que no buscamos a Dios, sino lo que Él nos puede dar; que adoramos para complacernos a nosotros y no al Esposo. Entonces, nuestra adoración no es motivada por el amor, sino por el egoísmo mezquino de la autosatisfacción, como hacen las rameras.
Un adorador, según el corazón de Dios, es el que no solo trae ofrendas, sino el que se entrega como ofrenda. El adorador se acerca para traer y ofrecer de lo que ya ha recibido de Dios, no para buscar. Lo único que busca el adorador verdadero es la complacencia total del corazón de Dios, el Esposo. Este no busca la mano de Dios, es decir, lo que Él puede darle, sino el corazón de Dios, es decir, lo que Él es.
Cuando nuestro interés al ofrendar, diezmar, asistir a los cultos, cantar o cualquier otra forma de adorar a Dios es buscar o procurar una bendición o recompensa de parte del Señor, nos convertimos en ramera o esposa adultera.
5. De la diferencia entre el Esposo y un amante
¿Cuál es la diferencia entre un esposo y un amante? El amante viene ocasionalmente y cuando lo hace, su motivación es buscar hermosos y agradables momentos. Dios no es un amante, sino el Esposo. Él no viene a veces o en ocasiones, sino que vive con su Esposa en la casa cada día y para siempre.
La adoración no se limita a los momentos de intimidad, sino a una vida donde el Esposo y la Esposa ya no son más dos, sino uno.
Como el pacto tiene el amor como fundamento, entonces ninguno busca lo suyo propio, sino la complacencia y la felicidad del otro. En la adoración, no buscamos al Esposo, porque ya lo tenemos. Tampoco buscamos sus bienes o bendiciones, porque por ser Esposa, todo lo suyo nos pertenece por pacto. Cuando le adoramos, buscamos solamente una cosa: hacerlo feliz y lograr toda su complacencia.
6. De la Esposa idónea de Cristo
Una esposa idónea es la que logra la aprobación o plena satisfacción del esposo. Debemos traer nuestras ofrendas con corazones puros e íntegros. Es el esposo quien decide si acepta o no nuestra adoración. Si esta le es agradable, seguro que la hará ascender con sumo beneplácito. Y si logra ascender, entonces fue acepta y el resultado será que el fuego de su aprobación descenderá de acuerdo con lo que sea su voluntad en ese momento. Es Él quien decide de qué manera manifestará su satisfacción. El fuego de su aprobación puede ser unción profética, milagros de cualquier tipo, sanidades, liberaciones, conversiones al Evangelio, refrigerio de su presencia, etcétera.
Mi consejo es que hagamos nuestro oficio, el cual es adorar, y no tratemos de hacer el trabajo de Dios. Él solo nos pide: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26).
7. Del “lecho” o la adoración pura
El escritor a los Hebreos dijo: “Honroso sea en todos el matrimonio y el lecho sin mancilla. Pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios” (Hebreos 13:4).
Nuestra adoración, como expresión de amor debe ser pura, sin mancha ni contaminación. Como adoradores, hemos deshonrado el pacto matrimonial con el Señor. Hemos introducido en nuestros cultos al Señor prácticas fornicarias vicios aberrantes, actos abominables, conductas indignas de Dios. Hemos desvirtuado la adoración y manchado el lecho del Señor con religiosidad, hipocresía, exhibiciones falsas y egoístas, simonía o comercialismo, competencia, exhibiciones teatrales y mucho más.
Hay una Iglesia que comenzó siendo la esposa de Cristo, pero cuando se deterioró su vida íntima y conyugal con Él, entonces el Señor dejó de ser su todo en la relación, y ella se fue tras otros amantes. Esa esposa, que era una virgen pura para Cristo (2ª de Corintios 11:2) se convirtió en la gran Babilonia, la madre de todas las rameras y las abominaciones de la Tierra (Apocalipsis 17:1-6). La historia revela que dejó de ser esposa de Cristo para convertirse en ramera cuando dejó de adorar y servir a Cristo para fornicar con los dioses y los reyes de la Tierra (Apocalipsis 18:3 y Apocalipsis 18:9).
Ese espíritu es muy sutil, se disfraza de una pseudo-piedad y se cubre con el manto religioso de la falsa devoción, penetrando en todas las esferas de la Iglesia de Cristo. Nadie está libre del engaño de la falsa adoración, ni aún el escritor de este libro. Constituye la más solemne advertencia para nosotros hoy como esposa de Cristo y adoradores llamados a ministrarle en su presencia.
8. De la caída o el levantamiento de un pueblo
Si he logrado comunicarte la importancia y relevancia que tiene el tema del ministerio sacerdotal y la adoración para Dios, y que el supremo deseo del Eterno es que la Iglesia le adore en espíritu y en verdad, entonces, no es necesario convencerte de la urgente necesidad que tenemos todos los creyentes de aprender a adorar de acuerdo con la revelación bíblica, la cual nos enseña a hacerlo según el ideal y la perfección del corazón de nuestro Padre Celestial.
La adoración siempre ha constituido la caída o el levantamiento del pueblo de Dios. Puedo citar los ejemplos de Ezequías, Josías y otros reyes de Judá, los cuales libraron de las ruinas a la nación, volviéndola a Dios. Nuestro interés por la adoración y el culto a Dios y la manera en que le adoramos es una manifestación visible del tipo de relación que tenemos con Él. También revela cuánto le amamos y valoramos.
Reconozco que el desafío que representa esta demanda del Padre para cada uno de nosotros es grande. Pero no olvidemos que contamos con los recursos de la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y también con el poder de su Santo Espíritu. Solamente dispongamos el corazón y Dios hará de nosotros la Esposa virtuosa y fiel que le honra en su relación diaria y que le satisface plenamente en la intimidad.