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En su ministerio terrenal, Jesús siempre encontró necesitados, enfermos y oprimidos. En todas las ocasiones, él cambió la vida de los que pidieron su ayuda, incluso en la cruz (Luc. 23:42, 43). El episodio con los diez leprosos es una lección sobre gratitud y a la vez sobre la indiferencia. Veamos la descripción de ese hecho en Lucas 17:11-19.
“Yendo Jesús a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al en- trar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos y alzaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ¡ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mos- traos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpia- dos. Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y este era samaritano. Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
Jesús estaba de viaje hacia Jerusalén. El camino del valle del río Jordán era el más seguro y usado entre los judíos. Pero, en vez de seguir hacia el sur, yendo directamente a Jerusalén, Jesús eligió pasar por Samaria y Galilea (Luc. 17:11). Jesús tomó el camino hacia el este, que llevaba más allá del Jordán y a la región de Perea. Jesús y los discípulos esta- ban en una región abierta, fuera de las ciudades donde había pequeñas aldeas. Allí vivían personas excluidas de la convivencia social por sus enfermedades físicas o espirituales.
Algunos habitantes de esas pequeñas aldeas eran judíos que, de una u otra forma, ya habían participado del culto y de la religión judía. Pero les ocurrió alguna tragedia que los relegó al olvido por parte de las autori- dades religiosas de Jerusalén. Prácticamente nadie pasaba por el camino que llevaba a esa aldea de leprosos, pues, si entraban allí, los judíos tam- bién serían considerados contaminados e impuros. Pero Jesús modificó su trayecto y, a propósito, fue al encuentro de los que estaban abando- nados y dejados a su propia suerte, lejos de los familiares, no pudiendo abrazar al cónyuge o a los hijos, ni conversar con ninguno de ellos. Tener lepra era como estar muerto en vida.
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“Yendo Jesús a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al en- trar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos y alzaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ¡ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mos- traos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpia- dos. Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y este era samaritano. Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
Jesús estaba de viaje hacia Jerusalén. El camino del valle del río Jordán era el más seguro y usado entre los judíos. Pero, en vez de seguir hacia el sur, yendo directamente a Jerusalén, Jesús eligió pasar por Samaria y Galilea (Luc. 17:11). Jesús tomó el camino hacia el este, que llevaba más allá del Jordán y a la región de Perea. Jesús y los discípulos esta- ban en una región abierta, fuera de las ciudades donde había pequeñas aldeas. Allí vivían personas excluidas de la convivencia social por sus enfermedades físicas o espirituales.
Algunos habitantes de esas pequeñas aldeas eran judíos que, de una u otra forma, ya habían participado del culto y de la religión judía. Pero les ocurrió alguna tragedia que los relegó al olvido por parte de las autori- dades religiosas de Jerusalén. Prácticamente nadie pasaba por el camino que llevaba a esa aldea de leprosos, pues, si entraban allí, los judíos tam- bién serían considerados contaminados e impuros. Pero Jesús modificó su trayecto y, a propósito, fue al encuentro de los que estaban abando- nados y dejados a su propia suerte, lejos de los familiares, no pudiendo abrazar al cónyuge o a los hijos, ni conversar con ninguno de ellos. Tener lepra era como estar muerto en vida.
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