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¿Prefieres escuchar esta carta con todo y mi voz? Activa el audio con el botón de arriba 👆🏼
Querida persona rara (y maravillosa) que me lee:
Hay una pregunta que me viene rondando desde hace semanas: ¿por qué las cosas más específicas, más nicho, más aparentemente absurdas son las que nos felicidad más pura? O sea, hay un Substack de una mujer que habla de cabañitas. Sí, no es broma. Miles de suscriptores interesados en cabañas.
No hablo de la alegría obvia de un helado en verano o un abrazo después de un mal día. Me refiero al sentimiento inexplicable que nos confiere, por ejemplo, escuchar a alguien tocar un instrumento que ni sabíamos que existía.
Por eso el menú de hoy incluye una zanfoña (ya te platicaré qué es, no tienes que googlearlo) 🎻, un sitio para que hagas tus próximas mezclas de sonidos especiales 💿 y un cuento sobre lo que la pandemia también pudo esconder 🦠.
A veces hay accidentes afortunados. Como el que pasa cuando un francés toma un instrumento que básicamente no ha evolucionado desde el siglo XII, le mete algo de percusiones de fondo y termina haciendo electrónica experimental.
La zanfoña o hurdy-gurdy es un instrumento de cuerda que pareciera un violín mecánico. Las cuerdas le vibran gracias a la fricción de una rueda que gira con una manivela.
A ver, confieso que tengo los oídos medio descompuestos. El comediante John Stewart hace poco dijo en un fabuloso video en donde al presidente Donald Trump no se le entiende nada por el sonido de unas gaitas que esos instrumentos eran casi que del diablo.
Lo lamento. Me gustan mucho las gaitas: las escocesas, las cornamusas, las irlandesas (porque todas son distintas). En general, me encantan los instrumentos poco comunes.
Bueno, pues Guilhem Desq toca la zanfoña. Su disco Visions suena como si hubieran invitado a un trovador a un rave clandestino. Es música para cerrar los ojos e imaginar cosas que no existen.
Además del link en Spotify, te dejo un video de YouTube para que veas cómo rayos se toca esta invención medieval.
A veces me convenzo de que Internet es el mejor lugar que existe sobre la tierra. Nuestra mayor creación. Sobre todo para los ociosos y obsesivos. No vamos a decir como quién, porque en una de esas acabas poniendo “Jennifer McNamara” en Google y dios sabrá que te pueda salir.
Si la zanfoña te abrió el apetito por los sonidos raros, te recomiendo que abras ahora mismo mynoise.net: el parque de diversiones para los oídos.
Olvídate de quedarte dormido con el sonido genérico de lluvia. Mynoise.net te permite tener un paisaje sonoro y modificarlo a tu gusto. Yo pasé varios minutos ajustando el mío para regresarme a las costas irlandesas. Cualquiera que me conozca sabe que es de mis lugares favoritos sobre la Tierra.
¿Quieres mejor el ruido de biblioteca antigua? Ahí está. O tal vez prefieres un café parisino a las tres de la tarde.
Te recomiendo jugar a ser el DJ de tu paisaje auditivo. Es mil veces mejor para la concentración trabajar con ruido de fondo a tu gusto que con cualquier canción que me digas.
Tlalpan
La pandemia detuvo casi todo. Pero en la esquina de siempre se apostaban cinco mujeres en minifalda. Al menos no hacía tanto frío en abril. Cuatro charlaban entre ellas, no traían cubrebocas puesto, porque la vida les exigía mostrar también sus rostros para llamar la atención de los automovilistas que se detenían rápidamente.
Su trabajo era de alto riesgo. Ellas sabían que en cualquier momento podría llegar la policía, ahora con más razón, para detenerlas; no por faltas a la moral, que quizá había, sino por riesgos de la salud. No de la sexual, sino de la población.
La única muchacha que no hablaba con sus compañeras sí que traía cubrebocas y se paraba erguida, a diferencia de las demás, que se balanceaban de una pierna a otra para presumir las caderas.
Con todo, el primer coche de la noche se detuvo frente a la oveja negra. El conductor bajó la ventana.
—Qué responsable, reina. Hasta con cubrebocas y todo.
—Hay que tener precaución —respondió ella con voz oscura.
—Anda, sube. Vamos a desafiar la precaución.
Ella no tardó en subirse al carro y él no tardó en acariciarle las piernas a través de las medias caladas. Era lo usual. No hablaría de dinero sino hasta subir a la habitación. Esto era una especie de prueba gratis.
Ella entró primero al cuarto que olía demasiado a pinol. Sin preámbulo se deshizo de la gabardina y dejó su negligé negro a la vista. Su cliente la miró apabullado.
—¿Te vas a quitar ese cubrebocas?
—Aún no hablamos de números.
—Primero tengo que ver tu carita, chula. Así negociamos mejor.
La mujer se quitó el cubrebocas y quedó al descubierto un rostro pálido cincelado por ángeles.
—Tienes cara de puta cara.
No hubo tiempo de hablar de tarifas y eso fue lo último que el cliente dijo. La mujer se abalanzó sobre él, le clavó su par de colmillos en la garganta y él quedó sin una gota de sangre.
El coronavirus sabía horrible. Pero es lo que había.
En la semana en la que no pasa nada, en realidad pasó de todo. De pronto recordé lo importante que es el arte para mí. Fui a un concierto de violín maravilloso, acudí al cine a ver una película romántica pero sesuda y yo misma al fin me desatoré de la aridez lectora y le empiezo a ver más forma al cuadro que estoy pintando.
Hay algo profundamente humano en encontrar dicha en lo específico, en lo inesperado, en lo que no sabíamos que necesitábamos hasta que lo encontramos. Creo que tiene que ver con el hecho de que vivimos en un mundo que nos vende alegría empaquetada, pre-digerida, con manual de instrucciones.
Pero la felicidad real, la que se queda contigo y te cambia un poquito por dentro, llega cuando menos te lo esperas. Cuando descubres que existe un tipo que dedica su vida a hacer música electrónica con un instrumento medieval. Cuando te das cuenta de que alguien se tomó el tiempo de grabar el sonido específico de lluvia cayendo en diferentes tipos de superficies para que tú puedas elegir exactamente la clase de lluvia necesitas hoy.
Estas pequeñas rarezas, porque todos las tenemos, son puertas secretas a versiones de nosotros mismos. Son recordatorios de que el mundo es infinitamente más extraño, más rico, más lleno de posibilidades de lo que creíamos. Y eso, en sí mismo, es una forma de esperanza.
Tal vez por eso nos gusta tanto compartir estos descubrimientos. No es sólo “Mira qué cosa tan cool encontré”, sino “Mira qué versión nueva de felicidad acabo de descubrir y que quiero que tú también tengas”.
Porque al final del día, ¿no es eso lo mejor que podemos hacer unos por otros? Expandir el catálogo de cosas que pueden hacernos más humanos, una rareza a la vez.
¡Hasta el miércoles (o jueves)!
¿Es tu primera vez? Te dejo más cartas aquí.
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
Puedes ponerte en contacto conmigo por Instagram.
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Hay una pregunta que me viene rondando desde hace semanas: ¿por qué las cosas más específicas, más nicho, más aparentemente absurdas son las que nos felicidad más pura? O sea, hay un Substack de una mujer que habla de cabañitas. Sí, no es broma. Miles de suscriptores interesados en cabañas.
No hablo de la alegría obvia de un helado en verano o un abrazo después de un mal día. Me refiero al sentimiento inexplicable que nos confiere, por ejemplo, escuchar a alguien tocar un instrumento que ni sabíamos que existía.
Por eso el menú de hoy incluye una zanfoña (ya te platicaré qué es, no tienes que googlearlo) 🎻, un sitio para que hagas tus próximas mezclas de sonidos especiales 💿 y un cuento sobre lo que la pandemia también pudo esconder 🦠.
A veces hay accidentes afortunados. Como el que pasa cuando un francés toma un instrumento que básicamente no ha evolucionado desde el siglo XII, le mete algo de percusiones de fondo y termina haciendo electrónica experimental.
La zanfoña o hurdy-gurdy es un instrumento de cuerda que pareciera un violín mecánico. Las cuerdas le vibran gracias a la fricción de una rueda que gira con una manivela.
A ver, confieso que tengo los oídos medio descompuestos. El comediante John Stewart hace poco dijo en un fabuloso video en donde al presidente Donald Trump no se le entiende nada por el sonido de unas gaitas que esos instrumentos eran casi que del diablo.
Lo lamento. Me gustan mucho las gaitas: las escocesas, las cornamusas, las irlandesas (porque todas son distintas). En general, me encantan los instrumentos poco comunes.
Bueno, pues Guilhem Desq toca la zanfoña. Su disco Visions suena como si hubieran invitado a un trovador a un rave clandestino. Es música para cerrar los ojos e imaginar cosas que no existen.
Además del link en Spotify, te dejo un video de YouTube para que veas cómo rayos se toca esta invención medieval.
A veces me convenzo de que Internet es el mejor lugar que existe sobre la tierra. Nuestra mayor creación. Sobre todo para los ociosos y obsesivos. No vamos a decir como quién, porque en una de esas acabas poniendo “Jennifer McNamara” en Google y dios sabrá que te pueda salir.
Si la zanfoña te abrió el apetito por los sonidos raros, te recomiendo que abras ahora mismo mynoise.net: el parque de diversiones para los oídos.
Olvídate de quedarte dormido con el sonido genérico de lluvia. Mynoise.net te permite tener un paisaje sonoro y modificarlo a tu gusto. Yo pasé varios minutos ajustando el mío para regresarme a las costas irlandesas. Cualquiera que me conozca sabe que es de mis lugares favoritos sobre la Tierra.
¿Quieres mejor el ruido de biblioteca antigua? Ahí está. O tal vez prefieres un café parisino a las tres de la tarde.
Te recomiendo jugar a ser el DJ de tu paisaje auditivo. Es mil veces mejor para la concentración trabajar con ruido de fondo a tu gusto que con cualquier canción que me digas.
Tlalpan
La pandemia detuvo casi todo. Pero en la esquina de siempre se apostaban cinco mujeres en minifalda. Al menos no hacía tanto frío en abril. Cuatro charlaban entre ellas, no traían cubrebocas puesto, porque la vida les exigía mostrar también sus rostros para llamar la atención de los automovilistas que se detenían rápidamente.
Su trabajo era de alto riesgo. Ellas sabían que en cualquier momento podría llegar la policía, ahora con más razón, para detenerlas; no por faltas a la moral, que quizá había, sino por riesgos de la salud. No de la sexual, sino de la población.
La única muchacha que no hablaba con sus compañeras sí que traía cubrebocas y se paraba erguida, a diferencia de las demás, que se balanceaban de una pierna a otra para presumir las caderas.
Con todo, el primer coche de la noche se detuvo frente a la oveja negra. El conductor bajó la ventana.
—Qué responsable, reina. Hasta con cubrebocas y todo.
—Hay que tener precaución —respondió ella con voz oscura.
—Anda, sube. Vamos a desafiar la precaución.
Ella no tardó en subirse al carro y él no tardó en acariciarle las piernas a través de las medias caladas. Era lo usual. No hablaría de dinero sino hasta subir a la habitación. Esto era una especie de prueba gratis.
Ella entró primero al cuarto que olía demasiado a pinol. Sin preámbulo se deshizo de la gabardina y dejó su negligé negro a la vista. Su cliente la miró apabullado.
—¿Te vas a quitar ese cubrebocas?
—Aún no hablamos de números.
—Primero tengo que ver tu carita, chula. Así negociamos mejor.
La mujer se quitó el cubrebocas y quedó al descubierto un rostro pálido cincelado por ángeles.
—Tienes cara de puta cara.
No hubo tiempo de hablar de tarifas y eso fue lo último que el cliente dijo. La mujer se abalanzó sobre él, le clavó su par de colmillos en la garganta y él quedó sin una gota de sangre.
El coronavirus sabía horrible. Pero es lo que había.
En la semana en la que no pasa nada, en realidad pasó de todo. De pronto recordé lo importante que es el arte para mí. Fui a un concierto de violín maravilloso, acudí al cine a ver una película romántica pero sesuda y yo misma al fin me desatoré de la aridez lectora y le empiezo a ver más forma al cuadro que estoy pintando.
Hay algo profundamente humano en encontrar dicha en lo específico, en lo inesperado, en lo que no sabíamos que necesitábamos hasta que lo encontramos. Creo que tiene que ver con el hecho de que vivimos en un mundo que nos vende alegría empaquetada, pre-digerida, con manual de instrucciones.
Pero la felicidad real, la que se queda contigo y te cambia un poquito por dentro, llega cuando menos te lo esperas. Cuando descubres que existe un tipo que dedica su vida a hacer música electrónica con un instrumento medieval. Cuando te das cuenta de que alguien se tomó el tiempo de grabar el sonido específico de lluvia cayendo en diferentes tipos de superficies para que tú puedas elegir exactamente la clase de lluvia necesitas hoy.
Estas pequeñas rarezas, porque todos las tenemos, son puertas secretas a versiones de nosotros mismos. Son recordatorios de que el mundo es infinitamente más extraño, más rico, más lleno de posibilidades de lo que creíamos. Y eso, en sí mismo, es una forma de esperanza.
Tal vez por eso nos gusta tanto compartir estos descubrimientos. No es sólo “Mira qué cosa tan cool encontré”, sino “Mira qué versión nueva de felicidad acabo de descubrir y que quiero que tú también tengas”.
Porque al final del día, ¿no es eso lo mejor que podemos hacer unos por otros? Expandir el catálogo de cosas que pueden hacernos más humanos, una rareza a la vez.
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