Me adentré en las catacumbas del Vaticano con la intención de documentar lo desconocido. Me entregaron una lista de reglas específicas: no detenerse en cruces de caminos, ignorar los pasos a mis espaldas, evitar habitaciones con luces rojas, no cruzar la mirada con nadie que se parezca a mí, retroceder si las paredes parecían respirar, y nunca invocar el nombre de Dios. A medida que descendía, esas reglas se convirtieron en mi única salvación. Pronto entendí la verdad: esas catacumbas no solo albergaban antiguas reliquias; eran una puerta al infierno, y yo, una nueva sombra atrapada en su oscuridad eterna.