Me adentré en un bosque aislado, armado con un hacha y una lista de reglas extrañas que prometían protegerme: no cortar árboles después de las seis, evitar los marcados, y nunca escuchar los susurros. Pero el bosque no era solo un lugar. Estaba vivo, observándome, moldeándose a cada paso que daba. Sus reglas eran un contrato, no una guía, y cada infracción era castigada. Me atrapó, me transformó y me hizo parte de su ciclo eterno. Ahora soy su guardián, y mi tarea es simple: asegurarme de que nadie salga.