Llegué a un pequeño pueblo para asumir mi puesto como sacerdote en una iglesia antigua y olvidada por el tiempo. Al poco de instalarme, encontré una lista de reglas extrañas que debían seguirse estrictamente: no apagar las velas del altar, ignorar cualquier susurro de mi nombre, nunca permanecer en la iglesia pasada la medianoche y otras advertencias aún más inquietantes. Pronto descubrí que el lugar no era una iglesia consagrada, sino un santuario de adoración oscura, un portal para algo mucho más siniestro. Esa noche, el mismísimo Diablo se presentó ante mí, dejándome con vida solo para que relatara esta historia y advirtiera a otros sobre su presencia.