“El sueño de la razón produce monstruos”, decía el genial pintor Francisco de Goya. Algo parecido ocurre con la humildad: El sueño de la humildad engendra frustraciones. Porque cuando la humildad se duerme, entonces el yo sueña consigo mismo, inventa fantasías imposibles, ignora sus verdaderas posibilidades, se empeña en pedir peras al olmo, se tasa por encima de su valor real y enferma con el síndrome de Dunning-Kruger, ése en el que la estupidez y la vanidad se alían para hacerte creer mejor que nadie.
Las consecuencias son inmediatas. Como no reconocemos nuestros fallos, culpamos a todos de nuestra mala suerte. Acusamos a los demás de tenernos envidia y de frenar el reconocimiento de nuestros méritos. Creemos que no se nos permite estar donde realmente merecemos: un destino concreto, una posición profesional, una distinción, honores… nada de eso llega –dice el cretino– no porque no lo merezca, sino porque mi brillo es irritante para los mediocres.
Y así hay muchos a los que se les cuentan los años por frustraciones y desencantos, en vez de por lecciones y experiencias.
Pero la humildad es un aldabón que nos despierta de ese sueño profundo. Abres los ojos y, gracias a ella, te reconcilias con tu propia vida, sanan tus heridas, crece tu sentido del humor y se irrigan las tierras secas de la empatía y la compasión. Gracias a la humildad valoras lo que para otros es insignificante, agradeces todo, regresa la sonrisa y, desde muy temprano, te dispone para seguir aprendiendo hasta del más pequeño.
En el libro Madre, se cuenta cómo santa Ángela de la Cruz entró un día a pedir en una carnicería y, con una sonrisa, le dijo al dueño: “¿Me da algo para los pobres?”. El carnicero la miró con desprecio y le escupió a la santa en la palma de la mano. Ella, cerrando la mano muy fuerte le respondió sin dejar de sonreír: “Esto para mí, que me lo tengo merecido”. Entonces extendió la otra mano y le dijo: “Y ahora, ¿me da usted algo para los pobres?” Desde ese día, ningún lunes faltó carne en su convento.
Y es que la humildad es un sentimiento infrustrable, inquebrantable, invencible. Quien es humilde ha vencido la más cruel de todas las batallas: la que se juega dentro de ti.
Luis Rebolo